jueves, 30 de mayo de 2019

Meditación: Juan 16, 16-20

[En las diócesis que hoy celebran la Ascensión del Señor, se leen las siguientes lecturas: Hechos 1, 1-11; Salmo 47 (46); Efesios 1, 17-23; Lucas 24, 46-53]

Padre celestial, ¡con qué sabiduría escogiste el tiempo y el lugar en que Jesús vendría a este mundo! Al enviarnos a tu Hijo como una criaturita tierna e indefensa, nos mostraste el poder de la humildad, y mientras Jesús obedecía tu voluntad, nos hiciste ver el poder inmenso de la obediencia inquebrantable y el amor verdadero. Él, soportando el peso de los pecados del mundo, tomó en su propia persona el castigo que merecían nuestras maldades. ¡Pero no pereció! El Cordero inmaculado derrotó el pecado, la muerte y a Satanás. Te alabamos, Señor, porque ahora podemos conocerlo mejor, y te damos gracias por lo grande e ilimitado que son tu amor y tu poder.

La última vez que el mundo contempló a tu Hijo lo vio como hombre traicionado, maldecido y arrebatado por la muerte. Pero, con los ojos de la fe, ahora podemos ver que tu voluntad se cumplió por medio de él: tú, Señor, has sometido “todas las cosas bajo los pies de Cristo” (Efesios 1, 22) y lo has exaltado a lo más alto del cielo, por encima de todo gobierno, autoridad, poder y dominio, y por sobre todo lo que jamás haya existido o vaya a existir.

Padre eterno, nos postramos para adorar a tu Hijo Jesús, nuestro Señor. Y, sobre todo, te damos gracias porque quisiste rescatarnos, aunque estábamos condenados y así nos salvaste del castigo que merecíamos.

Jesucristo, Señor y Dios nuestro, poderoso Rey del universo, te rogamos que nos concedas fuerzas y prudencia para llevar tu regalo de la salvación a todo ser humano. Cuando estábamos sumidos por completo en el pecado, tú nos redimiste y nos amaste hasta el fin y nos has concedido todas las cosas en el cielo nombrándonos coherederos contigo.

Jesús ha inaugurado ya el Reino de Dios, Reino que jamás será destruido, Reino que es eterno. De nosotros depende que este Reino sea grande, sustentado en la verdad y el amor; que se fortalezca en una unión monolítica por medio de la caridad, el perdón y la generosidad. ¿Cuándo fue la última vez que tú, querido hermano, le dirigiste al Señor una oración de agradecimiento, alabanza y adoración?
“Señor Jesucristo, Rey y Soberano mío, te alabo y te bendigo y te entrego mi vida en tus santas y venerables manos para tu mayor gloria y para la salvación mía y de mis seres queridos.”
Hechos 18, 1-8
Salmo 98 (97), 1-4

fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros

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