Evangelio según San Lucas 17,11-19
Mientras se dirigía a Jerusalén, Jesús pasaba a través de Samaría y Galilea.Al entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distanciay empezaron a gritarle: "¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!".Al verlos, Jesús les dijo: "Vayan a presentarse a los sacerdotes". Y en el camino quedaron purificados.Uno de ellos, al comprobar que estaba curado, volvió atrás alabando a Dios en voz altay se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias. Era un samaritano.Jesús le dijo entonces: "¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?".Y agregó: "Levántate y vete, tu fe te ha salvado".
UN CORAZÓN AGRADECIDO
He leído en una estadística que cada día damos las gracias más de veinte veces. Las damos cara a cara, por teléfono, por correo electrónico, whatsApp, con SMS… Muchas veces de forma automática, sin apenas darnos cuenta. Como podríamos haber dicho un «okey», un «vale» o un «bien, estupendo».
Pero, ¿cuántas de estas veces somos capaces de mostrar de verdad gratitud? Porque hay una gran diferencia entre «dar las gracias» y mostrar nuestro agradecimiento. Decir «gracias» a menudo es una respuesta automática, un convencionalismo social, a veces incluso es «interesado»: gracias por su atención, gracias por comprar en nuestros almacenes, gracias por viajar con nuestra compañía y esperamos verles de nuevo a bordo...
Pero el auténtico agradecimiento va mucho más allá de pronunciar la palabra “gracias”: es mostrarle a la otra persona que realmente valoramos y apreciamos lo que ha hecho por nosotros o lo que nos ha dado. Ese agradecimiento brota cuando uno se siente «especial», emocionado con un detalle (o algo más que un detalle) que han tenido conmigo, cuando te das cuenta de que han procurado agradarte, cuando alguien ha ido mucho más allá de lo que es su obligación, molestándose más de la cuenta, cuando te han hecho sentir "especial"...
Por ejemplo: Recuerdo en cierta ocasión por tierras leonesas, que andaba buscando un lugar determinado en una ciudad del todo desconocida para mí, y estaba perdidísimo. Al parar el coche para preguntarle a alguien que pasaba por allí... aquel buen hombre abrió la puerta del coche, se subió y me dijo: "es muy complicado que se lo explique: yo le voy diciendo"... Al llegar estábamos bastante lejos del lugar de donde había montado, y al bajarse del coche, le pregunté: "¿Y ahora cómo regresa usted a donde estaba antes?". Me dijo: «pues regreso con el corazón contento de haberle podido hacer a alguien un favor». Y se alejó con una enorme sonrisa de despedida.
Otra vez tuve ocasión de acompañar a un hermano de comunidad a hacerse unas pruebas médicas, porque andaba mareado. Me pareció lo más normal hacerlo. Al poco rato de volver se presentó diciéndome que ya sentía un poco mejor, lo justo para haber salido a comprarme un tarro de altramuces, que sabe que me gustan.
Y en estas últimas semanas me he visto casi abrumado por tantísimas personas que se me han acercado para despedirse de mí antes de marchar a mi nuevo destino: aplausos, abrazos, regalos, mensajes escritos, lágrimas, agradecimientos por mi trabajo, por mi trato... Incluso de personas con las que no recordaba haber hablado siquiera. No esperaba tanto en absoluto: sorprendido y reconfortado. Y casi siempre sin saber cómo reaccionar. Son los pequeños y grandes detalles... que a la vez se convierten en un reto personal: aprender de todas estas personas, imitarlas de alguna manera. Un «gracias» no nos resulta suficiente.
El gran peligro de nuestras relaciones personales es la «costumbre/rutina» y el «descuido» de estas pequeñas grandes cosas: saber tener detalles y el decir «gracias» conscientemente. Esta cultura de hoy nos enseña que estamos cargados de derechos, y por lo tanto, los otros están llenos de obligaciones. Tienen que: atenderme pronto y bien, escucharme atentos, ayudarme, contestar el teléfono inmediatamente, darme... cuando a mí me hace falta, cuando lo pido, cuando me conviene... Porque... yo lo necesito, yo lo pago, yo tengo derecho, me lo merezco... Se nos da bien quejarnos y protestar. Unas veces con razón, y otras sin ella. Pero pocas veces ocurre que alguien te diga a ti o a tus superiores: «me ha servido, me ha ayudado, me ha gustado, se nota que estaba bien preparado...».
En la escena evangélica de hoy, Jesús ha curado «porque sí», sin que se lo hayan pedido siquiera, a diez leprosos. Ellos sólo reclamaron del Maestro «compasión». Se habrían conformado con que tuviera por ellos un sentimiento de pena, de ternura, de «empatía» con su desgraciada situación. Lógica consecuencia de su maldita enfermedad que provocaba la indiferencia de la gente, y también odio, rechazo, antipatía, exclusión... Y es que vivían desterrados de la ciudad, sin contacto con nadie que no fuera un enfermo como ellos, sin recibir ni una caricia, ni una palabra amable, quizá alguna limosna. Había un dicho en tiempo de Jesús: “Cuatro categorías de personas son como los muertos: los pobres, el leproso, los ciegos y los que no tienen hijos”. Todas las enfermedades eran consideradas un castigo de Dios por los pecados, pero la lepra era el símbolo del pecado mismo.
Pues bien: de aquellos diez leprosos sanados... sólo uno se tomó la molestia de regresar «alabando a Dios» a gritos, echándose a los pies de Jesús y dándole gracias. Doble dirección de sus agradecimiento: Dios y Jesús como instrumento suyo.
El Maestro se queja: «¿dónde están los otros nueve? ¿Sólo uno ha vuelto para dar gloria a Dios?». Y sólo de él afirma que está salvado. Los diez recibieron el regalo de la curación. Pero sólo uno fue capaz de descubrir detrás de ello la mano de Dios. Para 9 de ellos es «¡qué bien, qué suerte!», a lo mejor «qué majo era aquel Maestro». Pero sólo uno da gloria a Dios. Y de su alabanza y agradecimiento, de ese corazón sensible y de esos ojos creyentes... le ha llegado la salvación.
Uno recuerda espontáneamente al gran Francisco de Asís, con su canto de alabanza: «Alabado seas mi Señor por el hermano sol, el hermano fuego, la hermana noche, la hermana madre tierra...» Desgranaba agradecido a Dios mil motivos de alabanza por dones concretos, diarios y frecuentes que descubría por todas partes en su vida. Hasta la muerte era «hermana». Tenía un corazón agradecido.
En cada Eucaristía, repetimos: "en verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar". Y me vienen unas palabras del Papa Francisco, al comienzo de una misa: «Doy gracias al Señor y os invito a todos a tener un corazón agradecido. Mirad qué suerte tenemos para estar aquí juntos, compartir, levantar la mente, el alma, la mirada, volver a soñar juntos, en nombre del Evangelio, en nombre de ese Jesús que vive y reina en todos los corazones que lo escuchan». Y en otro momento reconocía:: «A mi edad uno comienza a aceptar que la vida le pase la cuenta, es decir que le vaya señalando las personas que lo ayudaron a vivir, a crecer, a ser cristiano, sacerdote, religioso... Y, al reconocer el bien que me han hecho tantas personas, voy gustando cada día más el gozo de ser agradecido».
Es decir: acudir a celebrar la «Acción de Gracias» (que, como sabéis, es lo que literalmente significa «Eucaristía») supone haberse ido preparando durante la semana, en la oración y en la vida diaria, para ir cultivando ese corazón agradecido. Traer el alma llena de alabanzas al «Bondadoso Señor» (como decía San Francisco) por sus muchos dones, por sus criaturas, por las personas, por sus múltiples regalos. Desgranar cada día en los tiempos de oración los mil motivos que los ojos de la fe van descubriendo en lo que pasa y en lo que nos pasa. «Siempre y en todo lugar».
No es suficiente un «te doy gracias por todo, Señor», dicho así en general». Es mucho mejor y nos hace mayor bien, un agradecimiento sorprendido, concreto (con rostros, momentos y lugares), sintiéndonos en deuda de corresponder, -aunque sea torpemente- a sus dones. Al menos reconocerlos. Esto nos ayudará también a ser agradecidos con las personas: valorando sus detalles y esfuerzos, aprendiendo de ellos, y multiplicándolos también nosotros. Un corazón agradecido abre las puertas de la salvación. Un corazón agradecido tiende puentes y reafirma las relaciones. Un corazón agradecido nos hace mucho mejores. Y yo tengo tanto que agradecer a Dios. Y tengo tantos con los que estar agradecido y expresarlo...
Enrique Martínez de la Lma-Noriega, cmf
fuente del comentario CIUDAD REDONDA
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