Evangelio según San Mateo 11,25-30
Jesús dijo:"Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños.Sí, Padre, porque así lo has querido.Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar."Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré.Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio.Porque mi yugo es suave y mi carga liviana."
Te doy gracias, Padre
Un breve Evangelio con tres dichos de Jesús:
- su amor a los sencillos
- su profunda relación con el Padre
- una sorprendente llamada a los cansados y agobiados
UNA ORACIÓN EMOCIONADA Y AGRADECIDA
Las primeras palabras de Jesús, en forma de oración, están cargadas de emoción, y nos descubren su intimidad. Si habitualmente nos cuesta compartir nuestros sentimientos y nuestra fe y nuestras emociones.... el que podamos acceder a la intimidad de Jesús, como en este caso, es todo un regalo por su parte... y por parte de Mateo que nos lo transmitió.
No es la única vez que Jesús se emociona en el Evangelio. Podemos recordar cómo se le saltaron las lágrimas al saber la muerte de su amigo Lázaro, o su profunda tristeza al contemplar la ciudad de Jerusalem que se cierra a su mensaje y mata a los profetas.
En la escena de hoy, la emoción de Jesús se convierte en oración agradecida al Padre porque ha revelado las cosas del Reino a los sencillos (entiéndase especialmente a los discípulos) y se las ha escondido a los sabios y entendidos.
No es que esté ensalzando la ignorancia, la falta de formación intelectual, el desconocimiento de la doctrina. Pero es que Jesús ha comprobado que los pobres, los sencillos, los que menos pintan, y en particular ese grupo de «pequeños» discípulos que le siguen... tienen el corazón mucho más cerca de Dios que los «sabios y entendidos». Y el gozo de comprobar esa apertura al amor de Dios, y a su proyecto evangélico le provoca una profunda emoción, y siente la necesidad de agradecerlo: «Sí, Padre, así te ha parecido mejor».
Los «sabios y entendidos» a los que se refiere el Maestro son los escribas, fariseos y príncipes de los sacerdotes, que lo están despreciando y rechazando. Ellos no saben dar gracias. Los autosuficientes, los prepotentes, los soberbios no entienden de agradecimiento. Están tan seguros de sí mismos, y de lo que consiguen con su propio esfuerzo, con su sabiduría, con su «conocimiento» de las Escrituras, con su verdad dogmática e indiscutible, o con sus recursos económicos.... que no saben agradecer: todo se lo «merecen», se lo ganan a pulso.
En cambio, el pequeño, el pobre al que se refiere Jesús, es el que tiene que fiarse de otros y contar con otros necesariamente, porque lo necesita. Y también se fía de Dios, aunque no tenga ningún mérito que presentarle más que su necesidad y su pobreza (como aquel publicano que rezaba en el último banco pidiendo misericordia, sin más mérito que su penosa situación, de la que no se veía capaz de salir)... Estos pequeños se emocionan con la novedad de Jesús, se les hinchan los pulmones y el corazón ante este Dios Padre que les presenta Jesús, y que ha optado por ellos, que ha escuchado su necesidad y su pobreza. Y no les da vergüenza alabar y cantar tanto amor derrochado. Son como la Madre de Jesús que también canta porque el Poderoso se ha fijado en la humildad/humillación de su sierva.
Yo creo que también hoy el Señor diría algo parecido: cuántos hombres tan «cultos», tan intelectuales, tan racionales, que absolutizan tanto lo que se comprueba y se demuestra racionalmente, tantos teólogos y pastores de «despacho y biblioteca» que echan fardos pesados sobre los hombros de otros... pero que ellos no mueven ni un dedo para ayudar... (Mateo 23, 4). Cuántas veces he tenido ocasión de ver y experimentar cómo personas ajenas a la vida cristiana me daban testimonio de lo que significa ayudar al prójimo y comprometerse con él me animaban, me apoyaban... mucho mejor que otros llamados «creyentes».
Hay montones de cosas valiosas en la vida del ser humano a las que se accede por caminos distintos a los de «la cabeza»: la belleza, la música, las artes, la amistad y el amor, la generosidad, la solidaridad... También la fe y Dios. La cabeza es muy necesaria e imprescindible, para algo nos la ha dado Dios (¡qué importante fue, por ejemplo, el trabajo intelectual de Pablo para posibilitar que el evangelio llegara a los paganos!). Pero ella solita no es suficiente para comprenderlo todo. Por otro lado, son necesarios los ritos y las tradiciones y las normas... pero por sí mismos no nos llevan necesariamente a Dios.
También hoy mucha gente sencilla tiene una experiencia y conocimiento de Dios seria y profunda: Qué bien nos lo testimonian los misioneros de tierras lejanas. Quizá no sepan explicarla, quizá no puedan discutir con «los entendidos», pero la viven, les hace bien, les llena de esperanza y de fuerza interior para seguir caminando cada día y hacer este mundo un poco mejor. A veces incluso más y mejor que no pocos «especialistas» y autoridades que no consiguen que su fe baje de la cabeza al corazón, y a la vida. Que están «atados» por la letra, por las normas, por las tradiciones, por los ritos con sus estrictas e intocables (y no pocas veces incomprensibles) rúbricas, por... Bueno, como esos que acabaron con la vida de Jesús por defender a toda costa sus propias creencias y posturas.
La fe verdadera, la que nos propone Jesús, tiene que pasar por la cabeza (para evitar fanatismos y manipulaciones), el corazón y las manos. Y no puede ser nunca un «peso», un «yugo», sino un impulso, un descanso, un alivio, una liberación.
UNA ESTRECHA RELACIÓN CON EL PADRE
Las palabras orantes que brotan de la boca de Jesús nos revelan lo que ocupa el centro de su corazón y de su vida: su estrecha relación con el Padre. Algunos han afirmado que esta palabra «Padre» (Abbá) resume todo el mensaje y la misión de Jesús. Él mismo nos dice que nadie conoce mejor al Padre, y que nadie conoce al Hijo mejor que el Padre. Una relación muy íntima que se Construye, se alimenta y profundiza en sus ratos de oración: a veces noches enteras, a veces breves momentos puntuales como en el Evangelio de hoy, para compartir con el Padre las cosas (en este caso bellas) de la vida cotidiana.
Su gran preocupación fue descubrir, asumir y llevar a la práctica siempre la voluntad del Padre. Para Él fueron sus últimos palabras en la cruz. Y sobre él trata la oración que nos enseñó a sus discípulos: el Padrenuestro. Es como si Jesús no pudiera o no quisiera dar un paso sin tener presente a su Padre. De hecho, el Padre estuvo continuamente con él... aunque a veces, como en la cruz, pareciera que no estaba.
Pero hoy «toca» emocionarse -con Jesús y como él- al descubrir el trabajo callado, sorprendente y fantástico que el Padre va haciendo en tantos hermanos (ojalá también en mí mismo) y dejar que se nos «escape» una oración espontánea, alegre, de alabanza. Alabemos, agradezcamos y cantemos al Señor Dios del cielo y de la tierra.
Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
fuente del comentario CIUDAD REDONDA
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