Evangelio según San Mateo 11,20-24
}Jesús comenzó a recriminar a aquellas ciudades donde había realizado más milagros, porque no se habían convertido."¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si los milagros realizados entre ustedes se hubieran hecho en Tiro y en Sidón, hace tiempo que se habrían convertido, poniéndose cilicio y cubriéndose con ceniza.Yo les aseguro que, en el día del Juicio, Tiro y Sidón serán tratadas menos rigurosamente que ustedes.Y tú, Cafarnaún, ¿acaso crees que serás elevada hasta el cielo? No, serás precipitada hasta el infierno. Porque si los milagros realizados en ti se hubieran hecho en Sodoma, esa ciudad aún existiría.Yo les aseguro que, en el día del Juicio, la tierra de Sodoma será tratada menos rigurosamente que tú".
Si hacemos una primera lectura rápida al evangelio de hoy, podemos pensar que Jesús está clamando por el castigo divino para estas ciudades donde ha hecho presente con palabras y signos el mensaje del reino de Dios pero no le han escuchado, no se han convertido. Por eso, da la impresión de que Jesús les está anunciando el castigo que van a tener. Es, diríamos, un castigo merecido.
Pero si ponemos estas palabras de Jesús en el contexto del conjunto del Evangelio, creo que no podemos pensar así. El amor de Dios que se manifiesta en el anuncio del Reino no es un amor que juzgue con dureza ni castigue. Es un amor que no pone condiciones. Y, precisamente por eso, respeta la libertad del otro, del destinatario. Jesús ha llevado a esas ciudades el anuncio del Reino. Y siente en su corazón el dolor inmenso del padre, de su Abbá, que se sabe rechazado en su mensaje de amor por sus hijos.
El Padre no está pensando en el castigo que merecen sus hijos. No les quiere castigar. Les está ofreciendo un camino nuevo, de salvación, de vida, y ve horrorizado como ellos, sus hijos e hijas queridos, rechazan la oferta y desconfían en la mano que se les ofrece. Pero ni el Padre ni Jesús pueden hacer otra cosa. El Reino no se impone por la espada ni por la ley. No es una obligación. El Reino solo se puede acoger libremente, desde el corazón. Y Dios, ¡qué gran misterio!, no puede sino respetar nuestra libertad. Siempre habrá un puesto en la mesa, por si el hijo viene. Porque Dios cree en nosotros y no desespera. Pero no invade nuestra libertad. Este es el misterio de la encarnación y del respeto inmenso que Dios siente por sus criaturas.
Pero eso no quita para que en el texto del evangelio de hoy, Jesús manifiesta su dolor, su pena, su tristeza ante sus hermanos y hermanas que rechazan la buena nueva del Evangelio, del Reino, de la Vida que Dios nos ofrece.
Fernando Torres cmf
fuente del comentario CIUDAD REDONDA
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