Evangelio según San Lucas 2,41-51
Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua.Cuando el niño cumplió doce años, subieron como de costumbre,y acabada la fiesta, María y José regresaron, pero Jesús permaneció en Jerusalén sin que ellos se dieran cuenta.Creyendo que estaba en la caravana, caminaron todo un día y después comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos.Como no lo encontraron, volvieron a Jerusalén en busca de él.Al tercer día, lo hallaron en el Templo en medio de los doctores de la Ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas.Y todos los que lo oían estaban asombrados de su inteligencia y sus respuestas.Al verlo, sus padres quedaron maravillados y su madre le dijo: "Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados".Jesús les respondió: "¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?".Ellos no entendieron lo que les decía.El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón.
La carne se hizo Verbo
Como a la sombra de la solemnidad del Corazón de Jesús, la Iglesia coloca el recuerdo (la memoria obligatoria) del Corazón inmaculado de María. Sí, realmente, es obligado recordar y contemplar el Corazón de María tras haber considerado el significado del Corazón de Jesús. Porque, si el Verbo se hizo carne, y recibió así un corazón de carne, María es la carne del Verbo, aquella de la que el Verbo del Eterno Padre tomó su carne mortal. Dice el Evangelio de Juan, y lo repetimos al rezar el Ángelus, “el Verbo se hizo carne”. Pero es que esa carne humana y mortal en la que se encarnó el Verbo eterno de Dios es una carne concreta, personal, con rostro y con nombre: la carne de María. De ahí que, en ella, podemos también decir que “la carne se hizo Verbo”.
Por eso, también del Corazón de María tenemos los cristianos mucho que aprender. Del Corazón manso y humilde de Jesús recibimos la revelación de la sabiduría del amor. Del Corazón de María aprendemos a aceptar y asimilar esa sabiduría. Porque ese aprendizaje no es cosa fácil. No todo está claro desde el principio. No nos creamos tan listos: no todo lo entendemos de una vez y a la primera. La sabiduría del amor va al centro de nuestro ser, a sus estratos más profundos, y esto exige un proceso que no está exento de dificultades, de incertezas y de angustias. En nuestro caso, porque, además, existen determinadas resistencias y cerrazones. Somos con frecuencia como el hijo aquél que decía “Sí, voy”, pero después no iba (cf. Mt 21, 2-32): profesamos la fe con ortodoxia, pero no siempre nos lo creemos del todo, y, desde luego, muchas veces no actuamos en consecuencia. Para llegar a entender de verdad, de corazón y no sólo teóricamente, se requiere paciencia y perseverancia. Y en esto María es para nosotros maestra de vida cristiana. En ella no había resistencia alguna, su “fiat” es completo e incondicional. Pero también ella tiene que hacer ese proceso de fe en el que no todo está claro de entrada. También ella pierde de vista a Jesús, siente la angustia de una búsqueda que no da fruto inmediato (los tres días de búsqueda nos hablan, de hecho, de los tres días que van de la muerte a la resurrección), también ella escucha de Jesús cosas que no le resultan claras… Pero, en vez de hacer lo que solemos hacer nosotros, “interpretar” según nuestro leal saber y entender, tratando de domar la Palabra, María “conservaba todo en su corazón”, dejando con paciencia y confianza, con fe verdadera, que la Palabra madurara, que penetrara hasta esas profundidades del alma en las que sólo es posible una comprensión a su tiempo y completa. Así es el corazón humilde, el corazón abierto, el corazón que ama, el corazón de madre, el Corazón Inmaculado de María. Si hemos de imitar a Jesús, el manso y humilde de corazón, ¿no habremos de imitar también a aquella de la que ese corazón tomó su carne?
José M. Vegas cmf
fuente del comentario CIUDAD REDONDA
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