domingo, 6 de noviembre de 2022

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Lucas 20,27-38

 

Evangelio según San Lucas 20,27-38
Se acercaron a Jesús algunos saduceos, que niegan la resurrección,

y le dijeron: "Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda.

Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos.

El segundo

se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia.

Finalmente, también murió la mujer.

Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?".

Jesús les respondió: "En este mundo los hombres y las mujeres se casan,

pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán.

Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.

Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.

Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él".


RESONAR DE LA PALABRA


AL OTRO LADO DE LA MUERTE

 La cultura occidental se ha ocupado a menudo del tema de la muerte. Muchos grandes filósofos anduvieron a vueltas con algún género de supervivencia más allá de la misma. Generalmente rechazaban "la nada" como destino final de la siempre demasiado breve peregrinación del hombre por esta tierra. Por lo que sabemos, hasta el ancestral hombre del Neanderthal contaba ya con una vida más allá de la tumba. Podemos recordar también los esfuerzos del antiguo Egipto por «momificar» a sus difuntos y prepararlos para el largo viaje que venía después. O la afirmación de Heráclito: “A los hombres, tras la muerte, les aguardan cosas que ni esperan ni imaginan”. Y Platón aseguraba que no todo lo nuestro perece: perdura el alma inmortal. En tiempos más recientes decía Kant: «Un mundo que niega la felicidad a seres dignos de ella y se la concede a los que no la merecen no puede ser la máxima expresión de lo que nos cabe esperar. Es lícito, obligado incluso, soñar con escenarios más justos».

Los defensores de la esperanza comprendieron que por mucho que mejoremos este mundo, nunca conseguiremos hacer justicia a los muertos; las mejoras que podamos conseguir aquí nunca las disfrutarán los que ya se fueron. Difícilmente podríamos contar la cantidad de seres humanos que llegaron al final de sus días sin haber podido gozar de una vida medianamente digna.

Con otras palabras: ¿Es razonable o aceptable un mundo en el que tantos perdieron su vida en las cámaras de gas, o en un atentado terrorista, o por una bomba atómica, o por la irracionalidad de otro ser humano? ¿Tiene sentido un mundo en el que a unos pocos les va muy bien, mientras tantos se mueren de hambre o por todo tipo de epidemias causadas por su pobreza extrema? ¿Es lo mismo haber vivido entregados a aliviar el sufrimiento de otros hombres o a luchar por la justicia y la paz, que haber vivido centrados en sí mismos, disfutando lo que puedan (como aquel rico de la parábola de Jesús ante el Lázaro de su puerta)?. ¿Es comprensible un mundo en el que algunos pasan su vida prisioneros de enfermedades, limitaciones y sufrimientos, mientras otros tienen la «suerte» de morir ancianos, rodeados y atendidos maravillosamente por los suyos?

 Cuando alguien bueno, cuando alguien que ha sido importante para nuestra vida y nuestra felicidad de aquí se nos va, o alguien muere injustamente... es normal "sentir" profundamente que una vida así no se puede perder para siempre. Todos tenemos sed de «eternidad» para nosotros y para los que nos han importado. Y no resulta suficiente ni consolador el simple «recuerdo» y la añoranza de los que les quisieron... porque tarde o temprano también ellos desaparecen.

No son pocos los que, ante estas preguntas y deseos, concluyen que el hombre es un ser absurdo, que aspira a cosas imposibles (vivir más allá), que se autoengaña: Que esto es lo que hay y nada más. El “más allá” no es científicamente verificable y, por tanto, refutable. Es esta una postura tan respetable y razonable como su contraria: que sí hay algo más y mejor que esto.

La liturgia de hoy nos acerca a la reflexión y las creencias del pueblo judío sobre estos temas. Nos presenta a dos parejas de hermanos:

- En aquellas días, arrestaron a 7 hermanos (1ª lectura)
- Había 7 hermanos (Evangelio).

Con una diferencia: el texto del segundo libro de los Macabeos es una historia real, mientras que en el Evangelio es un caso ficticio, propuesto por un grupo de saduceos que intentan ridiculizar y burlarse de la creencia en la vida después de la muerte, que defendía el partido de los fariseos. Hay que tener en cuenta que una fe explícita en la vida eterna está ausente en casi todo el Antiguo Testamento.
Dios eligió un camino más bien largo, una maduración lenta, para conducir al pueblo a la plenitud de la revelación. El pueblo, poco a poco, fue llegando por sí mismo a la conclusión de que este Dios que se ha volcado con ellos, tiene que ser más poderoso que la muerte. Y este pueblo obedeció -si bien con sus consabidas debilidades- a la Ley de Dios «desinteresadamente», o sea, sin la perspectiva de una recompensa en el más allá.

En el episodio de los Macabeos, 7 hermanos, sostenidos por una «madre coraje», aceptan el martirio para no quebrantar «las leyes de Dios». Relativizan las torturas y la misma muerte, apoyándose en su fe en el «rey del universo», que «resucitará a una vida eterna» a aquellos que le han sido fieles. Es decir: que la reflexión judía llegará a plantearse cómo hablar de un Dios justo, y qué sentido tiene perder la propia vida por ser fieles a Dios... frente a los poderosos y corruptos que parecen salirse con la suya. Y por eso llegan a la convicción expresada por el cuarto de los hermanos: «Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará». Aunque los detalles del «cómo», y en qué consistiría esa resurrección son muy difusos. Probablemente pensaban en una especie de «revivir», una vuelta a este mundo tal como lo conocían. De ahí la «retorcida» y tramposa pregunta de los saduceos a Jesús: «¿con quién estará casado aquella mujer que tantos maridos perdió?»

 Podemos deducir de las palabras de Jesús el sinsentido que tiene elucubrar sobre lo que habrá después, teniendo como única referencia este mundo y esta historia que conocemos. Hablar de cómo será nuestro cuerpo resucitado, hablar de «esperar» la resurrección, hablar del «cielo» como si fuera un lugar de ensueño... no nos aclara nada de nada. Porque al otro lado de la vida no hay tiempo, ni espacio, ni podemos deducir o imaginar nada de nada. Por eso es normal tener dudas y miedo sobre ese momento inevitable. Grandes creyentes como el cardenal Newmann oraba así: “Que mis creencias, Señor, soporten mis dudas”.

Pero sí podemos quedarnos con el mensaje de Jesús: Que el Dios en el que creemos y confiamos «no es un Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos». Nuestra vida está en sus manos. De él salimos, y a él regresaremos. Y habrá de ser bueno nuestro encuentro definitivo con Alguien que se nos ha revelado como «todo amor». Tendremos miedo a la muerte, claro, o a los momentos previos a la muerte si son dolorosos, o al dolor de que nos falte alguno de los nuestros. Claro. Si el propio Jesús vivió esa misma tristeza ante la muerte de Lázaro o la angustia ante la suya.

Pero quiero terminar con un sencillo relato:

Un médico visitaba a un paciente terminal y dejó a su perro fuera, esperando a la puerta. Al despedirse, ya con la mano en el pomo de la puerta, el enfermo le preguntó: - Doctor, dígame qué hay al otro lado de la muerte.
El médico respondió: - No lo sé.
El enfermo insistió: - ¿Cómo es posible que usted, un hombre cristiano, creyente, no sepa lo que hay al otro lado?
En ese momento se oían gruñidos y arañazos del otro lado de la puerta. El doctor la abrió, y su perro entró moviendo la cola, haciendo fiestas y saltando hacia él. El doctor le dijo al enfermo: - Fíjese Vd. en mi perro. Él nunca había entrado en esta casa. No sabía nada de lo que se iba a encontrar al entrar en esta habitación. Sólo sabía que su amo estaba aquí dentro. Y por eso, al abrirse la puerta, entró sin temor a mi encuentro. Pues bien, yo apenas sé nada de lo que hay al otro lado de la muerte. Solo sé una cosa. Mi Señor está allí, y eso me basta».

(Citado por Juan Manuel MARTÍN-MORENO en Sal Terrae 1100)

Como dice ese conocido Salmo del Buen Pastor: «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo». Y también: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Él es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?».

Que la liturgia de hoy nos llene, por tanto, de confianza y de esperanza en el Dios que resucitó a Jesús y lo hará también con todos sus hijos amados. Amén.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf

fuente del comentario CIUDAD REDONDA

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