Evangelio según San Lucas 9,51-56
Cuando estaba por cumplirse el tiempo de su elevación al cielo, Jesús se encaminó decididamente hacia Jerusalény envió mensajeros delante de él. Ellos partieron y entraron en un pueblo de Samaría para prepararle alojamiento.Pero no lo recibieron porque se dirigía a Jerusalén.Cuando sus discípulos Santiago y Juan vieron esto, le dijeron: "Señor, ¿quieres que mandemos caer fuego del cielo para consumirlos?".Pero él se dio vuelta y los reprendió.Y se fueron a otro pueblo.
Mandar fuego. ¡Qué hermosísima tentación! Todo lo que nos rodea invita a mandar fuego. Que arda todo; que se termine todo; que, de una buena vez, acabemos con los malos, con quienes no nos reciben, con quienes no tienen fe, con quienes están amenazando la paz, la seguridad, con quienes minan la moral y presentan un peligro para la nación y para nuestros hijos. Y así, nos desharíamos de lo malo, habría paz, no habría divisiones, y podríamos recomenzar la vida en paz. Sería maravilloso. Porque tenemos razón. Porque no hay derecho a que no se acepte a Jesús. Porque toda esa gente ha faltado al deber básico de la hospitalidad, o de la fidelidad.
Pero, ¿de verdad solucionaría la situación? Porque en el corazón humano siempre va a haber la tendencia a la ambición, a la competición, al ansia de poder, la inclinación a “ser como dioses”. Y la historia, muy probablemente, se va a repetir una y otra vez.
Jesús mismo dijo que iba a traer fuego a la tierra y que quería que ardiera. ¿Por qué ahora, entonces, regaña a sus discípulos por querer hacer precisamente eso? Quizá porque el fuego que querían hacer bajar ellos reflejara más ese “ser dioses”, que el deseo de la implantación del Reino. Quizá porque el fuego que nos gustaría mandar muchas veces viene de un lugar oscuro de deseo de venganza y de golpe de poder, mientras que el que él envía proviene de la pasión por el bien que debería incendiar el mundo. Es un fuego mucho más profundo, y mucho más duradero, como demuestra la historia de los santos a lo largo de los tiempos, que es la historia de las misiones, de los hospitales, de las escuelas, de las innumerables obras de la Iglesia a través de sus miembros.
No es un fuego físico y enviado mágicamente, que se extiende de inmediato, sino un fuego interno y personal que mueve, o debería mover a cada discípulo, a la proclamación del Reino, al testimonio (incluso martirial), a la acción por la justicia y la verdad. El fuego que trae Jesús no mueve a destruir al enemigo físico, sino al enemigo interno, incluido el de cada uno de nosotros. El fuego que pide Cristo es el fuego que mueve a amar incluso a quien no cae bien (al que, en nuestra humilde opinión, le vendría muy bien el primer tipo de fuego); es el fuego de quien sacrifica su comodidad para atender a una persona anciana enferma (e incluso impertinente); es el fuego de quien toma en serio las obras de misericordia, tanto corporales como espirituales.
Envía fuego, ¡Señor! A tu estilo.
Carmen Fernández Aguinaco
fuente del comentario CIUDAD REDONDA
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