lunes, 7 de diciembre de 2020

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Lucas 1,26-38

 

Evangelio según San Lucas 1,26-38
El Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret,

a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María.

El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: "¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo".

Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo.

Pero el Ángel le dijo: "No temas, María, porque Dios te ha favorecido.

Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús;

él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre,

reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin".

María dijo al Ángel: "¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?".

El Ángel le respondió: "El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios.

También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes,

porque no hay nada imposible para Dios".

María dijo entonces: "Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho". Y el Ángel se alejó.


RESONAR DE LA PALABRA

Queridos hermanos:

Hay cuatro libros bíblicos que llamamos “evangelios”; y, como es sabido, evangelio es una palabra griega que significa “Buena Noticia”. Según esto, toda la biblia debiera ser designada como “evangelio”, pues toda ella es Buena Noticia. Incluso cuando encontramos a Yahvé “disgustado” por comportamientos incorrectos de sus fieles, al final aparece un horizonte de vida y plenitud; esa perspectiva nunca cambia.

La solemnidad de la Inmaculada Concepción nos ofrece un gran mensaje de vida. Como en casi todas las culturas, también en la bíblico-semita la serpiente es animal temible, venenoso, portador de muerte. Pero la descendencia de la mujer, es decir, la humanidad, los hijos de Dios, le aplastará la cabeza: el mal no es el horizonte final. Y esto por decisión de Dios mismo: es él quien establece la enemistad, la incompatibilidad entre ser sus hijos y estar sometidos a poderes de muerte.

La carta a los Efesios nos habla de ese destino deslumbrante que Dios ha diseñado para todos: “ser santos e irreprochables ante Él por el amor” para ser “alabanza de su gloria”; y para ello nos ha colmado de “toda clase de bienes espirituales y celestiales”. Al proponernos esta lectura, la Iglesia quiere que, en María, contemplemos nuestro propio destino ya realizado; obedece así a la afirmación conciliar, bien fundamentada bíblicamente, de que María es el icono de la Iglesia en su plenitud (LG 65), esa Iglesia que, según la misma carta a los Efesios, Jesús quiere “presentarse a sí mismo gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino que sea santa e inmaculada” (Ef 5,27).

Lo que la carta a los Efesios dice de todos los creyentes, el evangelista Lucas lo dice en particular de María de Nazaret. Ella es la llena de la predilección de Dios, de “su gracia”, la que vive “a la sombra de su Espíritu y bajo la acción de su poder” (Lc 1,35); por ello es “santa e inmaculada”

Todo esto es, naturalmente, un gran regalo, en el caso de María y en el nuestro: Dios nos predestinó. Pero no es solo don, sino tarea. En el pasado se contempló a María simplemente como la “sin pecado original”, santificada de manera casi irresistible o bajo una especie de fatalismo (en el mejor sentido de la palabra). Pero el texto evangélico la presenta más bien como “activamente receptiva”, dando su consentimiento. La santidad inicialmente regalada María tuvo que hacerla presente, activa, poniendo su decisión. En torno a ella había violencia, avaricia, lascivia, resentimiento frente al poder romano, y tantas otras manifestaciones del mal; y Dios no la sacó de ese “pecado ambiental”, sino que la robusteció para que no sucumbiese a él, para que fuese capaz de discernir y optar.

La fiesta de la Inmaculada Concepción es el día de celebrar nosotros que el don de Dios precede a todo, que Él “nos eligió antes de crear el mundo”, “nos amó primero” y que estamos llamados a decir “sí”, o “hágase en mí”, a esa orientación primordial en cada nueva situación. No es (como a veces popularmente se ha confundido) la fiesta de la virginidad de María, ni menos aún de su purificación fisiológica puerperal. Es la fiesta de la fidelidad, de su permanencia y la nuestra en el “sí permanente” a lo iniciado por Dios en nosotros, del “no” al poder de la serpiente. 

Nuestro hermano

Severiano Blanco cmf

fuente del comentario CIUDAD REDONDA

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