domingo, 9 de julio de 2023

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Mateo 11,25-30

 

Evangelio según San Mateo 11,25-30
Jesús dijo:

"Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños.

Sí, Padre, porque así lo has querido.

Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar."

Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré.

Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio.

Porque mi yugo es suave y mi carga liviana."


RESONAR DE LA PALABRA

Te doy gracias, Padre

Un breve Evangelio con tres dichos de Jesús:

- su amor a los sencillos
- su profunda relación con el Padre
- una sorprendente llamada a los cansados y agobiados

UNA ORACIÓN EMOCIONADA Y AGRADECIDA

Las primeras palabras de Jesús, en forma de oración, están cargadas de emoción, y nos descubren su intimidad. Si habitualmente nos cuesta compartir nuestros sentimientos y nuestra fe y nuestras emociones.... el que podamos acceder a la intimidad de Jesús, como en este caso, es todo un regalo por su parte... y por parte de Mateo que nos lo transmitió.
No es la única vez que Jesús se emociona en el Evangelio. Podemos recordar cómo se le saltaron las lágrimas al saber la muerte de su amigo Lázaro, o su profunda tristeza al contemplar la ciudad de Jerusalem que se cierra a su mensaje y mata a los profetas.

En la escena de hoy, la emoción de Jesús se convierte en oración agradecida al Padre porque ha revelado las cosas del Reino a los sencillos (entiéndase especialmente a los discípulos) y se las ha escondido a los sabios y entendidos.
No es que esté ensalzando la ignorancia, la falta de formación intelectual, el desconocimiento de la doctrina. Pero es que Jesús ha comprobado que los pobres, los sencillos, los que menos pintan, y en particular ese grupo de «pequeños» discípulos que le siguen... tienen el corazón mucho más cerca de Dios que los «sabios y entendidos». Y el gozo de comprobar esa apertura al amor de Dios, y a su proyecto evangélico le provoca una profunda emoción, y siente la necesidad de agradecerlo: «Sí, Padre, así te ha parecido mejor».

Los «sabios y entendidos» a los que se refiere el Maestro son los escribas, fariseos y príncipes de los sacerdotes, que lo están despreciando y rechazando. Ellos no saben dar gracias. Los autosuficientes, los prepotentes, los soberbios no entienden de agradecimiento. Están tan seguros de sí mismos, y de lo que consiguen con su propio esfuerzo, con su sabiduría, con su «conocimiento» de las Escrituras, con su verdad dogmática e indiscutible, o con sus recursos económicos.... que no saben agradecer: todo se lo «merecen», se lo ganan a pulso.
En cambio, el pequeño, el pobre al que se refiere Jesús, es el que tiene que fiarse de otros y contar con otros necesariamente, porque lo necesita. Y también se fía de Dios, aunque no tenga ningún mérito que presentarle más que su necesidad y su pobreza (como aquel publicano que rezaba en el último banco pidiendo misericordia, sin más mérito que su penosa situación, de la que no se veía capaz de salir)... Estos pequeños se emocionan con la novedad de Jesús, se les hinchan los pulmones y el corazón ante este Dios Padre que les presenta Jesús, y que ha optado por ellos, que ha escuchado su necesidad y su pobreza. Y no les da vergüenza alabar y cantar tanto amor derrochado. Son como la Madre de Jesús que también canta porque el Poderoso se ha fijado en la humildad/humillación de su sierva.

Yo creo que también hoy el Señor diría algo parecido: cuántos hombres tan «cultos», tan intelectuales, tan racionales, que absolutizan tanto lo que se comprueba y se demuestra racionalmente, tantos teólogos y pastores de «despacho y biblioteca» que echan fardos pesados sobre los hombros de otros... pero que ellos no mueven ni un dedo para ayudar... (Mateo 23, 4). Cuántas veces he tenido ocasión de ver y experimentar cómo personas ajenas a la vida cristiana me daban testimonio de lo que significa ayudar al prójimo y comprometerse con él me animaban, me apoyaban... mucho mejor que otros llamados «creyentes».
 Hay montones de cosas valiosas en la vida del ser humano a las que se accede por caminos distintos a los de «la cabeza»: la belleza, la música, las artes, la amistad y el amor, la generosidad, la solidaridad... También la fe y Dios. La cabeza es muy necesaria e imprescindible, para algo nos la ha dado Dios (¡qué importante fue, por ejemplo, el trabajo intelectual de Pablo para posibilitar que el evangelio llegara a los paganos!). Pero ella solita no es suficiente para comprenderlo todo. Por otro lado, son necesarios los ritos y las tradiciones y las normas... pero por sí mismos no nos llevan necesariamente a Dios.

También hoy mucha gente sencilla tiene una experiencia y conocimiento de Dios seria y profunda: Qué bien nos lo testimonian los misioneros de tierras lejanas. Quizá no sepan explicarla, quizá no puedan discutir con «los entendidos», pero la viven, les hace bien, les llena de esperanza y de fuerza interior para seguir caminando cada día y hacer este mundo un poco mejor. A veces incluso más y mejor que no pocos «especialistas» y autoridades que no consiguen que su fe baje de la cabeza al corazón, y a la vida. Que están «atados» por la letra, por las normas, por las tradiciones, por los ritos con sus estrictas e intocables (y no pocas veces incomprensibles) rúbricas, por... Bueno, como esos que acabaron con la vida de Jesús por defender a toda costa sus propias creencias y posturas.
La fe verdadera, la que nos propone Jesús, tiene que pasar por la cabeza (para evitar fanatismos y manipulaciones), el corazón y las manos. Y no puede ser nunca un «peso», un «yugo», sino un impulso, un descanso, un alivio, una liberación.

UNA ESTRECHA RELACIÓN CON EL PADRE

Las palabras orantes que brotan de la boca de Jesús nos revelan lo que ocupa el centro de su corazón y de su vida: su estrecha relación con el Padre. Algunos han afirmado que esta palabra «Padre» (Abbá) resume todo el mensaje y la misión de Jesús. Él mismo nos dice que nadie conoce mejor al Padre, y que nadie conoce al Hijo mejor que el Padre. Una relación muy íntima que se Construye, se alimenta y profundiza en sus ratos de oración: a veces noches enteras, a veces breves momentos puntuales como en el Evangelio de hoy, para compartir con el Padre las cosas (en este caso bellas) de la vida cotidiana.

Su gran preocupación fue descubrir, asumir y llevar a la práctica siempre la voluntad del Padre. Para Él fueron sus últimos palabras en la cruz. Y sobre él trata la oración que nos enseñó a sus discípulos: el Padrenuestro. Es como si Jesús no pudiera o no quisiera dar un paso sin tener presente a su Padre. De hecho, el Padre estuvo continuamente con él... aunque a veces, como en la cruz, pareciera que no estaba.

Pero hoy «toca» emocionarse -con Jesús y como él- al descubrir el trabajo callado, sorprendente y fantástico que el Padre va haciendo en tantos hermanos (ojalá también en mí mismo) y dejar que se nos «escape» una oración espontánea, alegre, de alabanza. Alabemos, agradezcamos y cantemos al Señor Dios del cielo y de la tierra.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf

fuente del comentario CIUDAD REDONDA

sábado, 8 de julio de 2023

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Mateo 9,14-17

 

Evangelio según San Mateo 9,14-17
Se acercaron a Jesús los discípulos de Juan y le dijeron: "¿Por qué tus discípulos no ayunan, como lo hacemos nosotros y los fariseos?".

Jesús les respondió: "¿Acaso los amigos del esposo pueden estar tristes mientras el esposo está con ellos? Llegará el momento en que el esposo les será quitado, y entonces ayunarán.

Nadie usa un pedazo de género nuevo para remendar un vestido viejo, porque el pedazo añadido tira del vestido y la rotura se hace más grande.

Tampoco se pone vino nuevo en odres viejos, porque los odres revientan, el vino se derrama y los odres se pierden. ¡No, el vino nuevo se pone en odres nuevos, y así ambos se conservan!".


RESONAR DE LA PALABRA

El ayuno y la penitencia han formado parte de una u otra manera de la tradición cristiana. Ha habido santos que se han hecho famosos por sus muchas penitencias y ayunos. En realidad, ayuno y penitencia no forma parte solo de la tradición cristiana sino de la mayoría de las otras tradiciones religiosas de la humanidad. Se entiende que para acercarse a Dios la persona tiene que purificarse, tiene que liberarse de todo lo material. Se entiende que Dios es espíritu y que todo lo de este mundo nos aleja de Dios.

Pero lo de Jesús es diferente. Se sitúa en las antípodas de esa forma de pensar. En Jesús Dios se encarna, se hace uno de nosotros. De alguna manera, y no es cuestión de entrar ahora en disquisiciones teológicas, Dios, el espíritu puro, se hace carne, se hace materia, se hace uno de nosotros, se ensucia con el barro de los caminos, come y bebe, enferma, pasa frío y todo lo demás que podríamos aquí poner que pertenece a la condición humana.

En Jesús se nos hace claro que para acercarnos a Dios ya no hace falta dejar de ser humanos. No hace falta convertirnos en espíritus puros, en alejarnos de la materia, del cuerpo y de todo lo que él conlleva –por otra parte, este cuerpo nuestro es creación de Dios, ¿cómo podemos pensar que el cuerpo es malo?–. Más bien, tendríamos que pensar que para acercarnos a Dios nos tenemos que acercar a los hermanos y hermanas. No se trata de mirar arriba, a los cielos, sino de venir abajo, al barro de la vida. Y ahí nos encontramos a Dios, acompañando a los más pobres, a los que sufren, a los abandonados…

Hace muchos años leí que un autor espiritual ruso había dicho que “no hay nada más espiritual que el pan que doy a mi hermano que tiene hambre”. Aquel autor había entendido bien el Evangelio. Vamos a dejarnos de ayunos. El novio está con nosotros. Es tiempo de vivir, de hacer realidad, la fiesta de la fraternidad. Con Jesús empieza un mundo nuevo de fraternidad. No es el ayuno ni las muchas oraciones y sacrificios lo que nos lleva a Dios sino el encuentro fraterno con el hermano, especialmente con el más pobre y necesitado.

Fernando Torres cmf

fuente del comentario CIUDAD REDONDA

viernes, 7 de julio de 2023

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Mateo 9,9-13

 

Evangelio según San Mateo 9,9-13
Jesús, al pasar, vio a un hombre llamado Mateo, que estaba sentado a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: "Sígueme". El se levantó y lo siguió.

Mientras Jesús estaba comiendo en la casa, acudieron muchos publicanos y pecadores, y se sentaron a comer con él y sus discípulos.

Al ver esto, los fariseos dijeron a los discípulos: "¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?".

Jesús, que había oído, respondió: "No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos.

Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores".


RESONAR DE LA PALABRA

Desde nuestro punto de vista de hoy podríamos decir que Jesús frecuentaba las malas compañías. Eso de andar con publicanos (algo así como inspectores de Hacienda de la época que entiendo que no son como los actuales) y con pecadores no era precisamente estar con la gente bien, de buen comportamiento, con la gente buena de la sociedad. Eso ya nos puede resultar escandaloso.

Pero en tiempo de Jesús lo de estar con publicanos y pecadores y comer con ellos era todavía peor. Esos dos grupos de personas estaban conceptuados como personas impuras. Su pecado era público y les hacía incapaces de participar en los ritos del mundo judío. No solo eso. Estar con ellos, y más comer con ellos, hacía al judío también impuro. En realidad, cualquier judío un poco culto y educado del tiempo de Jesús cuidaba mucho de con qué compañía se sentaba a comer. Y evitaba esas malas compañías que le hacían caer en impureza, que le separaba del pueblo de Israel, que le impedían adorar al Dios verdadero, a Yahvé.

Pero Jesús no tiene inconveniente en romper las normas de la pureza. Eran normas que habían terminado excluyendo y marginando a las personas. Jesús anuncia el Reino de Dios que es precisamente lo contrario: Dios quiere que todos sus hijos se unan, que no quede nadie excluido. El gran signo del Reino es precisamente esa comida en común de Jesús con los pecadores y publicanos. Jesús anuncia a un Dios que ama a todos sin excepción, sin condiciones. Los más necesitados son los más lejanos. Las comidas de Jesús con publicanos y pecadores son precisamente la prueba contundente de que el amor de Dios del que Jesús es mensajero es universal.

Creer en Jesús y en su reino nos compromete a actuar de la misma manera. A dejarnos de prejuicios –de los que estaban llenos los fariseos– y acoger a todos sin distinción de raza, sexo, nacionalidad y tantas obras barreras y límites que ponemos entre las personas. En el reino ya no hay “los otros”, todos somos “nosotros”.

Fernando Torres cmf

fuente del comentario CIUDAD REDONDA

jueves, 6 de julio de 2023

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Mateo 9,1-8

 

Evangelio según San Mateo 9,1-8
Jesús subió a la barca, atravesó el lago y regresó a su ciudad.

Entonces le presentaron a un paralítico tendido en una camilla. Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: "Ten confianza, hijo, tus pecados te son perdonados".

Algunos escribas pensaron: "Este hombre blasfema".

Jesús, leyendo sus pensamientos, les dijo: "¿Por qué piensan mal?

¿Qué es más fácil decir: 'Tus pecados te son perdonados', o 'Levántate y camina'?

Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados -dijo al paralítico- levántate, toma tu camilla y vete a tu casa".

El se levantó y se fue a su casa.

Al ver esto, la multitud quedó atemorizada y glorificaba a Dios por haber dado semejante poder a los hombres.


RESONAR DE LA PALABRA


Jesús no distinguía muy bien entre curar, perdonar, sanar, reconciliar. Lo que le importaba era el bien de la persona. Ni siquiera le importaba mucho el pasado –lo que hubiera hecho o dejado de hacer la persona–. Para él solo contaba que tenía delante a una persona, un hijo o hija amado por Dios, creatura suya. Dios, y Jesús por tanto, no podía sino querer su bien, su curación, su salvación. Ni rencores ni venganzas, ni recriminaciones ni penitencias. Jesús mira al presente, se compadece, empatiza, se acerca al que sufre por la razón que sea y actúa.

Frente a Jesús están los letrados, los escribas, los leguleyos. Los que a base de estudiar las escrituras y las leyes, han llegado a pensar que saben perfectamente y conocen y controlan hasta el modo como Dios hace las cosas y se relaciona con las personas. En su sabiduría han llegado a pensar que una cosa es perdonar los pecados y otra cosa sanar de una enfermedad. Han puesto condiciones al perdón de Dios. Parece que, según ellos, Dios solo perdona cuando se ponen delante la lista de pecados, concretados en número y especie y cuando se está arrepentido y cuando se cumple la penitencia –el castigo adecuado a los pecados cometidos–. Con tantas condiciones hasta les parece más fácil el milagro de curar a un paralítico que perdonar los pecados.

Pero la verdad es que la confusión de Jesús entre curar, perdonar, sanar o reconciliar es la misma confusión de Dios porque a Dios le conocemos solo a través de Jesús. Y si nosotros queremos seguir a Jesús, conviene también que confundamos esos verbos y comencemos a preocuparnos por el bien integral de la persona sin juzgar, sin valorar, solo mirando al hermano que tenemos delante y tratando siempre de ayudar, de acompañar, de ser solidario.

Fernando Torres cmf

fuente del comentario CIUDAD REDONDA

miércoles, 5 de julio de 2023

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Mateo 8,28-34

 

Evangelio según San Mateo 8,28-34
Cuando Jesús llegó a la otra orilla, a la región de los gadarenos, fueron a su encuentro dos endemoniados que salían de los sepulcros. Eran tan feroces, que nadie podía pasar por ese camino.

Y comenzaron a gritar: "¿Que quieres de nosotros, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí para atormentarnos antes de tiempo?"

A cierta distancia había una gran piara de cerdos paciendo.

Los demonios suplicaron a Jesús: "Si vas a expulsarnos, envíanos a esa piara".

El les dijo: "Vayan". Ellos salieron y entraron en los cerdos: estos se precipitaron al mar desde lo alto del acantilado, y se ahogaron.

Los cuidadores huyeron y fueron a la ciudad para llevar la noticia de todo lo que había sucedido con los endemoniados.

Toda la ciudad salió al encuentro de Jesús y, al verlo, le rogaron que se fuera de su territorio.


RESONAR DE LA PALABRA

La historia de los endemoniados del evangelio de hoy es una historia de miedos e inseguridades. Es una historia de egoísmo y de miopía. O, si se prefiere, es una parábola sobre la gestión de los recursos. Digamos que los de aquel pueblo se habían hecho, consciente o inconscientemente, una reflexión que podría ser más o menos así: tenemos que sobrevivir –la vida en aquellos tiempos era muy dura, mucho más que hoy– y defendernos de los peligros que nos amenazan. Por una parte están esos endemoniados. Son hermanos nuestros, son de nuestro clan, son de nuestra familia, pero se han vuelto peligrosos. Por otra parte, está la necesidad de comer todos los días. No tener lo suficiente para comer es ver acercarse la muerte para el pueblo. La piara, los cerdos, son el seguro de vida que tenemos. Conclusión (no es difícil): los endemoniados son peligrosos pero podemos evitar el riesgo si no nos acercamos a ellos. Lo más importante es cuidar los cerdos.

Al final es lo mismo que dijo Caifás, el Sumo Sacerdote, cuando estaban juzgando a Jesús: “Vosotros no sabéis nada, ni caéis en la cuenta que os conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación” (cf. Jn 11,49-50). Solo hay un pequeño detalle que subrayar: Caifás en el fondo no estaba pensando en la nación sino en él, en su posición social, y en su familia. Hacía falta que muriese Jesús para que él y los suyos pudiesen mantenerse en donde estaban. Lo mismo de los del pueblo. Son los dueños de los cerdos los que defienden su seguridad. Y les importa muy poco la vida de aquellos hombres que sufren o la de sus familias.

El evangelio nos recuerda una vez más que para Dios la vida de la persona humana, especialmente la de las que sufren, tiene prioridad sobre cualquier otra intención, interés o lo que sea. Cuando está en juego la vida de una persona, no valen los cálculos ni los intereses egoístas.

Fernando Torres cmf

fuente del comentario CIUDAD REDONDA
 

lunes, 3 de julio de 2023

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Juan 20,24-29

 

Evangelio según San Juan 20,24-29
Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús.

Los otros discípulos le dijeron: "¡Hemos visto al Señor!". El les respondió: "Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré".

Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: "¡La paz esté con ustedes!".

Luego dijo a Tomás: "Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe".

Tomas respondió: "¡Señor mío y Dios mío!".

Jesús le dijo: "Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!".


RESONAR DE LA PALABRA

Tomás ha pasado a la historia como el apóstol que no creyó. Tuvo que hacerse presente Jesús ante él para que cambiase y comenzase a ser un apóstol de verdad, un misionero, un testigo del reino de Dios.

En el caso de Tomás se puede decir aquello de que unos cardan la lana y otros se llevan la fama. Tomás se llevó la fama de increyente. Pero para ser realistas quizá los demás apóstoles pasaron por el mismo proceso. También tuvieron sus dudas. La noticia de la resurrección de Jesús que les había traído las mujeres, les sobresaltó. Era algo demasiado grande. Demasiado increíble, ciertamente. Necesitaron su tiempo y necesitaron que se les apareciese Jesús para creer. Tomás no creyó a los testigos. No creyó lo que le decían sus compañeros apóstoles. Necesitó encontrarse directamente con Jesús. Ahí se le cambió la vida. Revivió todo lo que había vivido con Jesús por los caminos de Galilea y por las calles de Jerusalén. Todo cobró sentido y se convirtió él mismo en un testigo de la resurrección.

Pero quizá a los que le escucharon en sus viajes misioneros -dice la tradición que llegó hasta la India predicando la buena nueva del Evangelio- les pasó también lo mismo. No les bastó con escuchar a Tomás. Necesitaron hacer ellos mismos el camino de encontrarse con Jesús, de descubrirle presente en sus vidas. Cuando lo hicieron, también sus vidas cobraron un nuevo sentido. Y ellos mismos se convirtieron en testigos de la resurrección.

El misionero tiene que ser testigo. Pero su objetivo no es que los que le escuchan crean en él sino que crean en Jesús. El misionero invita a que los que le escuchan hagan su propio proceso, su propio camino hasta encontrarse con Jesús y dejar que él ilumine sus vidas y las llene de sentido. El misionero no es el centro de la misión. El misionero es solo el que apunta a Jesús. No busca que le miren a él sino que miren a Jesús y su reino de amor y fraternidad.

Conclusión: no nos dejemos deslumbrar por los testigos. No hay que quedarse en ellos. Cada uno tenemos que encontrarnos con Jesús. En directo, en nuestro corazón. Su luz sí nos deslumbrará. Y para bien.


Fernando Torres cmf

fuente del comentario CIUDAD REDONDA

domingo, 2 de julio de 2023

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Mateo 10,37-42

 

Evangelio según San Mateo 10,37-42
El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí.

El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.

El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.

El que los recibe a ustedes, me recibe a mí; y el que me recibe, recibe a aquel que me envió.

El que recibe a un profeta por ser profeta, tendrá la recompensa de un profeta; y el que recibe a un justo por ser justo, tendrá la recompensa de un justo.

Les aseguro que cualquiera que dé de beber, aunque sólo sea un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños por ser mi discípulo, no quedará sin recompensa".


RESONAR DE LA PALABRA


ACOGER AL ENVIADO DE DIOS
ES ACOGER A DIOS

 Me cae bien aquella mujer «principal» de Sunem. Se portó bien con el «profeta»: «Me consta que ese hombre de Dios es un santo; con frecuencia pasa por nuestra casa: vamos a prepararle un sitio, y cuando venga a visitarnos, se quedará allí». Hay que destacar que tiene mérito, o intuición. Para nosotros es indiscutible que Eliseo fue un hombre de Dios, un profeta: por eso está en nuestras Biblias y meditamos en su vida y su mensaje. Pero en aquel entonces (como en todos los tiempos) había profetas falsos, charlatanes, pájaros de mal agüero y gente variopinta que pretendía ser «santa» y conocer a Dios, hablando en su nombre.
Por otra parte, Eliseo era rechazado por buena parte del Pueblo, especialmente por las autoridades políticas y religiosas. O sea: por la gente principal. Suele ocurrir, porque los hombres de Dios suelen cuestionar lo que hay, lo que se hace, lo que se piensa, lo que ha sido tradición -mal entendida- o tradición «interesada» durante mucho tiempo. Intentan poner las cosas en su sitio, y claro, a los que les va bien, no tienen el menor interés en que algo cambie. Estas cosas ocurrían en aquel entonces y ocurren también hoy.
Parece que la sunamita tenía la costumbre de recibir al profeta en su casa e invitarle a comer. En la cultura judía, sentar a alguien a la mesa era un gesto de intimidad, de acogida, de cariño, de ofrecimiento personal. Ella es rica, es decir, tiene su vida resuelta, le va bien, tenía una buena posición y algún prestigio social, y por tanto se las apañaba por sí misma.
 Pero algo había dentro de su corazón que la anima a sentar a su mesa y preparar un alojamiento para un personaje pobre, cuyo mensaje incomoda y que no es bien visto por otros de su mismo entorno social. Al acogerle en su casa, aquella mujer está permitiendo que el profeta entre también en su vida. Quiero decir que no se trataba de una simple «hospedera» haciendo una obra de caridad, sino algo mucho más serio: acoge al profeta y acoge su mensaje. Hasta le construye una habitación y la amuebla. El propio profeta Eliseo procura estar informado de sus necesidades, esperanzas y frustraciones (en este caso su esterilidad), y querría hacer algo por ella: «Se preguntaba ¿qué podemos hacer por ella?».
En esta sociedad nuestra, y en este cristianismo nuestro de hoy, nos planteamos las cosas de distinta manera que aquella mujer. Por una parte, nos preocupa mucho el qué dirán, y nos condiciona mucho, excesivamente, nuestro propio entorno. Hay que tener mucha personalidad para ser libres y críticos con respecto a lo que piensan «los nuestros».
 Por otra parte, la disposición y la confianza para acoger en nuestra vida (darle una "habitación" para que se quede cuanto quiera) a quien pueda ayudarnos a conocer la voluntad de Dios nos cuesta muchísimo. Ponemos muchos filtros y condiciones a quien pueda cuestionarnos o incomodarnos con sus planteamientos y exigencias. A menudo desenchufamos sin siquiera escuchar... cuando el «mensajero» de Dios pudiera meter el dedo en la llaga, o invitarnos a hacer algún tipo de cambio. Es muy humano: protegemos nuestra tranquilidad.

También Jesús tenía algunos amigos entre la gente principal. Como Lázaro y sus dos hermanas, o Nicodemo, por ejemplo. Pero también se encontró otras "gentes principales" que le rechazaron abiertamente, e incluso fueron contra él. Por eso Jesús les dice a sus discípulos: «El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado». Es decir: quien permite entrar en su «casa», en su vida, en sus proyectos, al hombre de Dios, está recibiendo y acogiendo al mismo Dios.
Los discípulos a quienes habla Jesús no son gente perfecta. Los evangelios nos describen sin pudor su cobardía, su poca capacidad de comprender el mensaje de Jesús, sus rencillas personales, sus intereses poco purificados, y otros fallos. Pero a Jesús no le importó a la hora de elegirlos y enviarlos como misioneros suyos. Lo que les pide solamente es que «convivan con él», «conozcan su mensaje» y «procuren dar su testimonio personal».
 Los discípulos y mensajeros que acogemos en nuestra vida a menudo no tendrán la solución para nuestros problemas concretos, pero representan nuestro deseo de «contar con Dios» en nuestra vida, en lo que nos pasa. Es bueno y conveniente que tengan en nuestro corazón una «habitación» preparada para acogerlos. Y así escuchar su palabra evangélica, y contar sinceramente con su ayuda para discernir la voluntad de Dios. Jesús se identificó tanto con sus mensajeros , que dice que quien los acoge, le acoge realmente a él. Aun con todas sus limitaciones y condicionantes e imperfecciones. De lo que se trata es de evitar el riesgo de acomodarnos y conformarnos en nuestra vida de fe.

San Pablo nos ha invitado hoy a todos los bautizados a una «vida nueva» y a «vivir para Dios». El que antepone sus intereses familiares, sus proyectos personales, sus criterios, sus intereses.., a losde Dios y su Reino.., no es digno de él, ¡pierde su vida sin remedio!

A la luz de este Evangelio siento la necesidad de agradecer a tantas personas a lo largo de mi vida, que me han abierto las puertas de su corazón y han confiado en mí, a pesar de todas mis inmadureces y limitaciones. Realmente ellos han sido instrumentos de Dios para purificarme y hacerme crecer y comprender mejor el Evangelio. Y también recordar y orar por aquellos a quienes he acogido y han acompañado y acompañan hoy mi camino de fe.
Pero que se nos quede hoy en la mente aquella mujer anónima recibiendo a los enviados de Dios, y aprendamos de ella. Hay muchos modos de hacer esta bella tarea. Hasta un vaso de agua fresca tiene importancia. Como también un rato de conversación, un paseo, una llamada, una felicitación, una palabra de ánimo o agradecimiento...
Y también la invitación a acoger a los profetas de Dios en nuestra vida, aunque a veces nos resulten incómodos.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf

fuente del comentario CIUDAD REDONDA