Evangelio según San Juan 14,6-14
Jesús dijo a Tomás: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí.Si ustedes me conocen, conocerán también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocen y lo han visto".Felipe le dijo: "Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta".Jesús le respondió: "Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conocen? El que me ha visto, ha visto al Padre. ¿Como dices: 'Muéstranos al Padre'?¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Las palabras que digo no son mías: el Padre que habita en mí es el que hace las obras.Créanme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Créanlo, al menos, por las obras.Les aseguro que el que cree en mí hará también las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre."Y yo haré todo lo que ustedes pidan en mi Nombre, para que el Padre sea glorificado en el Hijo.
Danos siempre de ese pan
Dar el paso de la fe, pasar a la otra orilla, dejar a un lado los intereses meramente mundanos (o prestarles atención como signos de esa otra dimensión que es creer en Cristo) no es cosa fácil, encuentra resistencias internas y dificultades externas. Es pertinente recordar aquí la parábola del vino nuevo y los odres nuevos, y la réplica a la misma, mencionada por el mismo Jesús, de los que dicen “el vino añejo es mejor” (Lc 5, 39). Y es que pasar a la otra orilla y confiar (creer) es arriesgado, implica dejar atrás seguridades, referentes que nos hacen sentir salvados, como los judíos con la vieja ley de Moisés y el recuerdo del maná, que producen la conciencia de superioridad religiosa… También en la vida cristiana podemos estar aferrados a formas, costumbres, prácticas que nos hacen herméticos a las llamadas que Dios nos dirige por medio de su Palabra, que no es un texto muerto, sino una Palabra viva y, por tanto, abierta, siempre llamándonos a dar nuevos pasos. E, iluminados por esa Palabra, escuchamos la voz de Dios que habla también por medio de las circunstancias y las personas que nos rodean. Participar de la Eucaristía no puede reducirse a una práctica piadosa, que nos da la seguridad de estar cumpliendo: es alimento para el camino, y, por tanto, dinamismo, llamada renovada cada día, que nos debe llevar al testimonio y, por tanto (porque ese es su significado etimológico), al martirio. No en vano leemos estos textos eucarísticos de Juan al tiempo que los Hechos de los Apóstoles nos hablan del protomártir Esteban. Es verdad que, en estos tiempos blandos y marcados por esa nueva (y, en mi opinión, falsa) religión de lo políticamente correcto, el discurso de Esteban nos parece excesivo, poco “tolerante”, de una dureza que ofende nuestros oídos. Pero, al margen de formas concretas, Esteban refleja un testimonio valiente, sin medias tintas, sin compromisos, dispuesto a arriesgar la propia vida en nombre de la verdad que salva. Y salva con una salvación abierta a todos, también a los que acusan falsamente a Esteban y le arrebatan la vida. De hecho, Esteban, en su valiente confesión, los está llamando a la conversión. Y esa llamada, por cierto, no caerá en saco roto, sino que dará fruto en su momento, como en el caso de Saulo, “que aprobaba su ejecución”. La gran diferencia entre el aparente fanatismo de Esteban y el real de que quienes lo matan está en que Esteban, aunque habla claro y alto, da la vida por la verdad que proclama, y perdona a los que lo matan, mientras que estos últimos matan en nombre de la verdad que pretenden defender. Y esta diferencia esencial (que es la diferencia entre el amor y el fanatismo) es la que nos da la clave de una existencia eucarística: participar en la Eucaristía implica adoptar la disposición de dar la vida por amor de los hermanos, por la fe que, alto y claro, confesamos.
Fraternalmente
José M. Vegas cmf
fuente del comentario CIUDAD REDONDA
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