Evangelio según San Mateo 5,43-48
Jesús dijo a sus discípulos:Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo.Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores;así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos.Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos?Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos?Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo.
Queridos hermanos,
¿Es más difícil amar o saludar? En principio, saludar. Claro, porque amar es suficientemente abstracto como para que yo pueda decir que amo a todo el mundo (e incluso lo diga convencido) y me quede tan tranquilo. Pero cuando tengo que se amable y “saludar” (no “echar un saludo” para cumplir) a todos aquellos que se cruzan en mi vida, la cosa se complica.
El saludo es una de las manifestaciones más sencillas de eso que llamamos amar incluso a los enemigos, y no siempre nos sale espontánemente. Las cosas se complican si pretendemos ir más allá, profundizar el trato o la relación. En efecto, sabiendo que a veces ya nos cuesta saludar cordialmente a algunas personas, ¡qué será amarlas con amor evangélico! Si pensamos en cuáles deberían ser las manifestaciones concretas de ese amor, entonces sí que es mucho más difícil amar que saludar. Pero, de momento, lo inmediato es el saludo. No estaría mal que empezáramos por ahí.
¿Es más difícil amar a los amigos o a los enemigos? En principio, a los amigos.
En ciertas ocasiones, amar a los amigos no es nada fácil. Porque son los que trato a diario; porque son los que me piden (y me dan) cosas, los que ocupan mi tiempo y mi energía. Y no siempre estoy “a partir un piñón” con ellos. Con aquellos que trato a frecuentemente es con quienes tengo enfrentamientos; siguen siendo mis amigos, claro, pero de vez en cuando esa relación de amistad requiere que renuncie a algunos de mis planteamientos, que pida perdón, que acepte criterios de otros…
A los enemigos (o a los rivales, o como los denomine) con no verlos... Si no me los encuentro no necesito contrastar o manifestar mi supuesto amor por ellos.
La conclusión es sencilla: empecemos por los de casa. El amor a los enemigos, bien entendido, es imposible de alcanzar si no soy capaz de saludar, siempre y cordialmente, a los amigos.
CR
fuente del comentario CIUDAD REDONDA
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