domingo, 18 de diciembre de 2022

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Mateo 1,18-24

 

Evangelio según San Mateo 1,18-24
Este fue el origen de Jesucristo:

María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo.

José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto.

Mientras pensaba en esto, el Angel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: "José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo.

Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados".

Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por el Profeta:

La Virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán el nombre de Emanuel, que traducido significa: "Dios con nosotros".

Al despertar, José hizo lo que el Angel del Señor le había ordenado: llevó a María a su casa,


RESONAR DE LA PALABRA


SAN JOSÉ DEL SILENCIO.
EL SILENCIO DE JOSÉ

Pues aquí me tenéis. Soy José. El mismo de vuestros altares y vuestros belenes, y de vuestras cariñosas devociones. El mismo. Pero os hablo desde el «año cero» de nuestra era. Sin el «san» todavía, quiero decir, oliendo a madera, cola y serrín.

¿Que cómo fue todo aquello de Belén? ¿Que qué sentí? ¿Qué que pienso ahora de todo aquello? ¿Que... que...? Yo también estaba lleno de preguntas.
Porque... imagínate los sentimientos que te brotan cuando las cosas normales de la vida, se alteran por sorpresa, ocurren «al margen», sin consultarte, sin decirte una palabra, sin contar contigo...
Imagínate cuando un día despiertas y te empiezas a dar cuenta de que están ocurriendo cosas «extrañas» a tu lado, en tu propia vida... y tú sin saber a qué atenerte. Porque esa fue mi experiencia: me vi metido en un proyecto divino del que no tenía ni idea, y del que no me habían consultado previamente.
Al menos a María, mi esposa, se le pidió permiso, se le pidió un sí.
Pero a mí no me prousieron nada, no me informaron. Fui enterándome cuanto todo estaba ya en marcha, cumpliéndose.
Dios contó conmigo para su proyecto... sin pedir mi consentimiento.
¡Son muy desconcertantes las maneras de Dios!

¡Pues sólo os puedo decir que lo mío fue... callar!
Decidí quedarme en silencio, sin hacer preguntas, y hacerme cargo de todo.
¿No sabéis que nada completa, resalta y resguarda tanto la PALABRA como el SILENCIO?
Acepté colaborar en un proyecto que no era mío, sino de Dios.
Confié en que Él sabría lo que estaba haciendo, y en las razones que pudiera tener para elegirme.
Entonces yo abrí mis ojos sorprendidos ante el acontecimiento, y acepté.
Yo no me explicaba cómo había podido pasar todo aquello.
Y tomé la decisión que me parecía más lógica y coherente: echarme a un lado y abandonar a María en secreto. ¿Pues cómo iba yo a hacerme cargo de una criatura que no era mía, que venía directamente de Dios? No habría sido «justo». Y nunca me habría atrevido a meterme donde no me llaman. Y menos a estorbar a Dios.

Pero... fue Él quien me llamó y me metió en el «lío».
Mi papel, mi tarea, iba a consistir «sólo» en guardar, defender, proteger y acompañar LA PALABRA.
Yo no entendí el porqué me había tocado precisamente a mí ser amado por aquel encanto de mujer llamada María. (La verdad es que el amor responde a pocas explicaciones y justificaciones: el amor es porque sí). Ni entendí cómo en el vientre de la mujer más pura que uno puede soñar, había brotado una nueva vida. Como tampoco entendía cómo podía mandarme a mí la Ley denunciar y apedrear al ser más bondadoso que uno pudiera encontrarse. No me correspondía a mí hacer juicios.
Ni entendí nada del porqué los posaderos y parientes de Belén nos daban uno tras otro con la puerta en las narices, cuando tan sólo pedíamos algo tan imprescindible como un poco de cobijo para una mujer parturienta.

Y cuando tampoco entendí absolutamente nada fue cuando en medio de la noche todo se inundó de luz en aquel pobre establo, y de buenas a primeras, me vi con aquel niño entre mis brazos. El Rey de los Reyes y Señor de los Señores nacía tan poquita cosa, y en tan miserable cuna como aquélla. ¿Cómo iba a comprender que el Dios Omnipotente viniese de semejante manera?
Pero claro,¿por qué tenía yo que entenderlo todo? Los hombres tenemos la manía de querer saberlo todo, razonarlo todo, preguntarlo todo. Y no sólo las cosas humanas, sino también las cosas divinas. Queremos meter a Dios en nuestra cabeza, tenerlo agarrado, controlarlo, comprobar...
¡Pero después de ver las ocurrencias de Dios... tuve que dejar más hueco a la sorpresa, a la contemplación, al silencio y a la confianza!
Claro que yo tenía una ventaja con respecto a vosotros: A mí me bastaba con mirarla a ella. A María. ¡Qué paz, qué ternura, qué naturalidad, qué sonrisa siempre a flor de labios! Pero sobre todo, ¡QUÉ FE LA SUYA! ¿Cómo no iba yo a ser feliz -hasta en los superincómodos y desconcertantes apurados momentos que íbamos pasando-, viéndola a ella confiada y feliz?
Por eso puedo afirmar que NO EXISTE LA FE FÁCIL, la fe sin dudas, la fe sin oscuridades, la fe sin poder comprender tantas cosas.
Ser creyente es dejarse llevar por Dios. Ser creyente es romper planes personales y acoger los planes de Dios.
Él ya sabe a quién llama y para qué. Se presenta en medio de tu vida cotidiana, trayendo otros proyectos, mucho mejores que los nuestros, por supuesto.

Muchas, muchísimas veces tuve miedo de no saber interpretar bien el papel que Dios me había encomendado. ¡Cuántas veces temí estropear la mejor obra de arte que Dios intentaba hacer en la tierra, al ponerse en mis manos, y al ponerme en las mías a María y a Jesús!
Lo cierto es que, igual que contó conmigo, lo ha seguido haciendo muchas veces, con muchas otras personas. Se puso en manos de los discípulos en aquella Cena Santa. A pesar de que tenían tantos miedos, tantas faltas de comprensión, tanta inseguridad, tantas dudas.
Y lo sigue haciendo con vosotros cada Navidad, en cada Eucaristía, en cada pobre que busca acogida y posada. Vuestra tarea es la misma que la mía: guardar, defender, proteger, acompañar LA PALABRA. La Palabra que es el Emmanuel, y la Palabra hecha carne en cada ser humano frágil y necesitado.
No dejéis de mirar en silencio a María, como a mí me gustaba hacer a todas horas. Ella acogió con sumo cuidado al Niño, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre. Haced vosotros lo mismo. No olvidéis que Dios siempre se acerca a nosotros «muy pequeño», muy débil, por sorpresa. Que el "trocito" que tenemos de Dios (como el de la Eucaristía) es -casi siempre- bien poquita cosa cuando se pone en nuestras manos. ¡Y tan necesitado de tantos cuidados!

Y ¿que qué podéis aprender de mí? A callar, hijos, a callar... Empezando por estos días de tantos ruidos, prisas y jaleos... A Dios sólo se le recibe en silencio, callando, contemplando y asombrándonos de los caminos de Dios... Y como María y como yo mismo... dando nuestro humilde y tembloroso «sí».

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf

fuente del comentario CIUDAD REDONDA

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