miércoles, 23 de septiembre de 2020

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Lucas 9,7-9

 Evangelio según San Lucas 9,7-9

El tetrarca Herodes se enteró de todo lo que pasaba, y estaba muy desconcertado porque algunos decían: "Es Juan, que ha resucitado".

Otros decían: "Es Elías, que se ha aparecido", y otros: "Es uno de los antiguos profetas que ha resucitado".

Pero Herodes decía: "A Juan lo hice decapitar. Entonces, ¿quién es este del que oigo decir semejantes cosas?". Y trataba de verlo.



RESONAR DE LA PALABRA

Queridos amigos:

“Tenía ganas de ver a Jesús”, dice el Evangelio de Herodes. Nos recuerda lo de aquellos griegos que le pidieron a Felipe: “Queremos ver a Jesús”, o de Moisés: “Muéstranos, Señor, la gloria de tu rostro”, o el salmista: “Buscaré, Señor, tu rostro”. Qué buen deseo, ahora corrompido en Herodes, por el recelo y el cotilleo frívolo ante “los milagros” que contaban de Jesús. Se verán las caras en el momento de la Pasión, pero no se saldrá Herodes con sus pretensiones.

El miedo a la fuerza y poder que emanan de la vida misma de los profetas, Juan y Jesús, se apodera del virrey Herodes. Como siempre, el poder mundano pretende utilizar e instrumentalizar, en su provecho, la buena fama de los profetas. Antes, había matado a Juan, para quitarse la pesadilla de la competencia. Este Herodes, distinto del de la muerte de los Inocentes, nació el año cuatro, antes de Jesucristo y murió el año 39 después de Cristo. Abandonó a su mujer para juntarse a Herodías, la mujer de su hermano. Ahora, como antes de la muerte de Jesús, el virrey se empeñaba en calmar su curiosidad con una de esas acciones maravillosas que comentaban del Maestro de Nazaret. Jesús nunca se enfrentó con él, pero se mantuvo firme; incluso, en una ocasión llegó a llamarle “zorro”. La curiosidad de Herodes suscitó el misterio de la identidad de Jesús. Había opiniones para todos los gustos: si era Juan resucitado, o Elías, o alguno de los antiguos profetas. La dificultad venía de la dialéctica entre las esperanzas de un Mesías, político y grandioso, y la sencillez del profeta de Nazaret. De hecho, no consiguieron acertar con su identidad. Pero Jesús nos ha enseñado dónde reconocerlo.

Hoy, la figura de Jesús sigue moviendo la curiosidad y el interés de muchos. Hace más de dos mil años que una losa cerró la entrada a su sepulcro. La mayoría, entonces, creyó que todo había acabado para siempre. Y sigue vivo, y removiendo tantas vidas. Tantos han vivido y muerto por amor a él. También ahora sigue la frívola curiosidad, el despiste, el consumismo religioso fácil. El Cristo hippy o guerrillero, el Gospel, el Jesucristo Super Star, el Cristo de la camiseta, émulo del Che Guevara. Por no hablar del Cristo y sus mensajes terribles de ciertas revelaciones y apariciones que tanto furor, mágico y místico, despiertan. Lo tenemos tan fácil… Leamos, ahondemos, oremos el Evangelio; aquí está la fuente viva de la revelación de Dios a los hombres, aquí podemos dibujar exactamente al Cristo enviado por el Padre. Todo tan sencillo en sus parábolas y milagros, en su Muerte y Resurrección. Nos invitamos, pues, sus seguidores a confesarlo, a amarlo, a seguirlo, a imitarlo, a vivir y morir por él.

CR

fuente del comentario CIUDAD REDONDA

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Lucas 9,1-6

 


Evangelio según San Lucas 9,1-6
Jesús convocó a los Doce y les dio poder y autoridad para expulsar a toda clase de demonios y para curar las enfermedades.

Y los envió a proclamar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos,

diciéndoles: "No lleven nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tampoco dos túnicas cada uno.

Permanezcan en la casa donde se alojen, hasta el momento de partir.

Si no los reciben, al salir de esa ciudad sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos".

Fueron entonces de pueblo en pueblo, anunciando la Buena Noticia y curando enfermos en todas partes.



RESONAR DE LA PALABRA

Queridos amigos:

Es el “leit motiv” de Jesús: anunciar y curar. Anunciar la Buena Noticia y construir el Reino de paz, de justicia, de salud, de felicidad. Comenzó ya en la sinagoga de Nazaret donde Jesús hace suyas las palabras del Profeta: “El Señor me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres, proclamar la liberación de los cautivos y dar vista a los ciegos”. Precisamente hoy es la Virgen de la Merced, advocación que es clamor de liberación, mensaje que se hizo carne tantas veces en la historia. Evocamos un grito subversivo del Obispo Casaldáliga: “Solo hay dos cosas absolutas, Dios y el hambre”. Su amigo y protector, Pablo VI, lo formuló en términos más ortodoxos; puso el absoluto en Jesús y su Reino. Y nosotros lo pedimos en el padrenuestro. “Santificado sea tu nombre, danos el pan de cada día”.

Jesús lo repite tres veces en este texto de seis versículos: “Les dio poder para curar enfermedades… luego les envió a proclamar el Reino y a curar enfermos… fueron de aldea en aldea anunciando el Evangelio y curando en todas partes”. Curiosamente, coloca antes la sanación que el anuncio del Reino; ya sabemos que, en el Evangelio, enfermedad es sinónimo de todo mal, también el psicológico y espiritual. Dios quiere que “el hombre viva bien”. Como que su discurso programático es un discurso de “Bienaventuranzas”. Los discípulos son constituidos en la prolongación de Jesús, continúan su obra y su palabra. Pero no de cualquier manera; el Maestro les indica el estilo. Primero, ligeros de equipaje, como el poeta: “No llevéis nada para el camino”. El apóstol no se instala en los medios sino que mira el fin de su tarea, Dios y su Reino. Luego, insiste en la hospitalidad, que se queden en la casa donde entren. Seguro que habrán de encontrar dificultades, les previene Jesús. Pueden sufrir el rechazo y la falta de acogida, porque Dios deja intacta la libertad del hombre ante su propuesta. Libertad que, por supuesto, va acompañada de la responsabilidad: no puede ser lo mismo optar que no optar por el Reino de Dios y sus valores.

Todos los cristianos somos discípulos y apóstoles, somos misioneros. Es Jesús quien nos envía. Y, si la cosa viene de Jesús, esto nos llena de confianza y nos libera de miedos y preocupaciones. Podríamos señalar esta secuencia: somos elegidos, somos bendecidos, somos constituidos idóneos para el anuncio… y este anuncio nos deja trasformados. El contenido del anuncio es solo el Reino, no la Iglesia, no nosotros. Contenido de palabras y obras. Sin “curar”, nuestra misión carecerá de credibilidad; si anunciamos bien el Evangelio, ineluctablemente llegarán los milagros. Podríamos preguntarnos: ¿Cuáles son los milagros, los signos que hacen más transparente el mensaje de Jesús? El primer signo es nuestro porte apostólico: “sin bastón, sin alforja, sin pan, sin dinero”. No residirá la eficacia en los grandes alardes de medios de comunicación, de multitudinarias concentraciones, de figuras poderosas, sino en la sencillez que nos hace libres y confiados. ¿Qué gloria mayor podemos desear que participar con Jesús en su proyecto, en el sueño del Padre sobre los hombres?

CR

fuente del comentario CIUDAD REDONDA

lunes, 21 de septiembre de 2020

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Lucas 8,19-21

 


Evangelio según San Lucas 8,19-21
Su madre y sus hermanos fueron a verlo, pero no pudieron acercarse a causa de la multitud.

Entonces le anunciaron a Jesús: "Tu madre y tus hermanos están ahí afuera y quieren verte".

Pero él les respondió: "Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican".


RESONAR DE LA PALABRA

Queridos amigos:

Con lo importante que es la sangre. La ley de la sangre nos hace familia, crea vínculos imborrables, es el fundamento último de amor y seguridad, cuando tantas cosas fallan. La sangre nos trae las palabras más bellas y profundas: la madre, el padre, los hermanos. Entonces, ¿por qué Jesús da ese quiebro desde la sangre a la conducta y actitudes? “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”, subraya contundentemente. Pero aplicamos la lupa sobre el texto, y comprendemos que lo que reviste formas de algún rechazo posee un sentido de elogio y alabanza: grande es dar la sangre, pero todavía más grande lo es cuando se da desde la fe y la confianza en Dios. Es decir, en la Madre de la sangre, se verifica, de modo inigualable, esa escucha y cumplimiento de la palabra del Señor. Como en el Antiguo Testamento: no eran pueblo de Dios por la raza sino por la elección amorosa y providente de Dios.

Para una mujer judía lo más grande era la maternidad, era el don y oficio primero. Pero el Evangelio, sin contraposición, pone en primer plano la maternidad desde la fe. “Concebir antes en el corazón que en el vientre”, dirá bellamente San Agustín. Y esto se cumplió en la familia de sangre de Jesús. Por eso, no debe sonarnos a desaire el poner las cosas en su sitio: primero, la escucha y las obras; luego, la concepción y el parto. Como que todo comenzó con las palabras reveladoras: “Hágase en mí según tu palabra”. Una fe nada fácil, una fe de la Virgen en la oscuridad, una fe que iba progresando, al compás de las pruebas y tropiezos. Las palabras del anciano Simeón llenas de negros presagios, el no entender el sentido de “ocuparse en las cosas del Padre”, el desdén de la gente, que tenía a su hijo por loco, el fracaso de la Cruz, todo formaba parte de la espada que le atravesaba el corazón. Si era la Madre del Verbo, de la Palabra, ¿cómo no la iba a escuchar “de todo corazón”? Nosotros, como María, somos seguidores de Jesús, somos la familia de Jesús, somos el Cuerpo de Cristo. No chocan en nosotros la sangre frente al Reino, que es lo primero. Es que, para nosotros, el Reino no es una moral sino una persona, Cristo, el Señor.

Nunca presumió la Virgen de ser Madre de Dios; más bien, de “sierva del Señor”. Como sierva por la fe, al igual que Jesús, estuvo siempre en las cosas del Padre, haciendo siempre las cosas que a este le agradaban. María no se quedó en la biología, con ser tan interesante, sino que desde su libertad, cooperó de forma ejemplarmente humana, Si para la Virgen ser madre no fue primeramente un título, no busquemos nunca otros títulos mundanos a los que tanto se arregostan algunos hombres de Iglesia. El don de la fe es nuestra única distinción y grandeza, nuestra única fuente de derechos; la fe nos iguala a todos. Nuestras relaciones, en la sociedad y en la Iglesia, no se basan en la sangre, en la economía, en los trabajos sino en la comunión de la misma familia, la familia del Reino. ¡Y pensar que contemplamos, con horror, tantas divisiones y desigualdades fundadas en la sangre o en ambiciones mundanas, en países de larga tradición cristiana!

CR

fuente del comentario CIUDAD REDOMDA

sábado, 19 de septiembre de 2020

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Mateo 20,1-16a


Evangelio según San Mateo 20,1-16a
porque el Reino de los Cielos se parece a un propietario que salió muy de madrugada a contratar obreros para trabajar en su viña.

Trató con ellos un denario por día y los envío a su viña.

Volvió a salir a media mañana y, al ver a otros desocupados en la plaza,

les dijo: 'Vayan ustedes también a mi viña y les pagaré lo que sea justo'.

Y ellos fueron. Volvió a salir al mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo.

Al caer la tarde salió de nuevo y, encontrando todavía a otros, les dijo: '¿Cómo se han quedado todo el día aquí, sin hacer nada?'.

Ellos les respondieron: 'Nadie nos ha contratado'. Entonces les dijo: 'Vayan también ustedes a mi viña'.

Al terminar el día, el propietario llamó a su mayordomo y le dijo: 'Llama a los obreros y págales el jornal, comenzando por los últimos y terminando por los primeros'.

Fueron entonces los que habían llegado al caer la tarde y recibieron cada uno un denario.

Llegaron después los primeros, creyendo que iban a recibir algo más, pero recibieron igualmente un denario.

Y al recibirlo, protestaban contra el propietario,

diciendo: 'Estos últimos trabajaron nada más que una hora, y tú les das lo mismo que a nosotros, que hemos soportado el peso del trabajo y el calor durante toda la jornada'.

El propietario respondió a uno de ellos: 'Amigo, no soy injusto contigo, ¿acaso no habíamos tratado en un denario?

Toma lo que es tuyo y vete. Quiero dar a este que llega último lo mismo que a ti.

¿No tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece? ¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?'.

Así, los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos».


RESONAR DE LA PALABRA

Buscad al Señor mientras se deja encontrar

Así de golpe empieza el oráculo de Isaías. Quizá resulte sorprendente que invite al Pueblo de Dios a buscar a Dios, como si se hubieran alejado de él, como si Dios estuviera ausente. Pero es que en las duras circunstancias en que el profeta hace esta llamada, quiere hacerles ver que su «imagen» de Dios, los rasgos que le atribuyen, las expectativas que de él tienen ni son las más convenientes para salir adelante de su difícil situación en el destierro, ni responden al auténtico rostro de Dios. Por eso su llamada supone una conversión, un cambio de mentalidad, para abrirse al Dios que les quiere acompañar en una renovadora experiencia de Éxodo, de vuelta a su tierra. Los caminos de Dios no son los caminos de su pueblo. Van por distinta autopista.

Me parece oportuno reocger aquí lo que decía San Agustín: “Aquel a quien hay que encontrar está oculto, para que lo busquemos; y es inmenso, para que, después de hallarlo, lo sigamos buscando”.

Nunca podemos decir que «ya hemos encontrado a Dios», que ya le conocemos, que ya sabemos definitivamente su voluntad. Como tampoco podemos decir que «ya tenemos conseguido el amor de alguien» (menos si ese Alguien es Dios). Porque el amor no es una «cosa» que se encarga, se compra o se consigue, se tiene, se posee, se controla... sino algo que hay que sembrar, trabajar y cuidar cada día. Como una viña: al comenzar el día, a media mañana, a media tarde y al anochecer...

Como puede ser engañoso pensar que «ya hemos encontrado el sentido de nuestra vida», porque la vida es algo cambiable e incontrolable, imprevisible, sorprendente, que pide a cada momento que vayamos reorientando, corrigiendo, adaptando, interpretando, discerniendo lo que ella nos va trayendo. El sentido de la vida es algo dinámico, en continuo movimiento. Como la vida misma.

Ni conviene dar por hecho que «yo me conozco muy bien» y ya no es necesario andar mirándome por dentro, escucharme, sentirme. Hace ya más de veinticinco siglos, Tales de Mileto afirmaba que la cosa más difícil del mundo es conocerse a uno mismo. En el templo de Delfos podía leerse aquella famosa inscripción socrática: «conócete a ti mismo». Hasta el último día de tu vida, hasta el último momento, no podrás decir: me conozco, sé quién soy. Por tanto en tantos aspectos de la vida y en todas nuestras relaciones personales... hay que estar siempre buscando, renovando, adaptando

Isaías lanzó su reto al Pueblo de Dios, al de entonces y al de ahora: «Buscad al Señor». No asegura que lo encontremos. Pero hay que buscarlo, porque «se deja encontrar». ¿Tú le buscas? ¿Dónde, cuándo, cómo, y sobre todo con quién? 

Hay quien busca a Dios en la Naturaleza: ante el mar inmenso, en una elevada montaña, en los prados de su pueblo... Hay quien le busca con técnicas de meditación y relajación de todo tipo, practicando el silencio y la contemplación. Hay quien le busca en algunos lugares especiales: una ermita, una determinada capilla, la inmensidad de una catedral, un cierto santuario, un rincón lleno de recuerdos... Hay quien le busca en la belleza y la estética de la música, la danza, la arquitectura, el arte en general. Hay quien le busca en los ritos y ceremonias especiales, donde se cuidan los gestos, los inciensos, el órgano, el coro, la solemnidad... Hay quien le busca en los libros de teología, meditación o devocionales. También la Ciencia ha sido un camino de búsqueda para algunos... 

Pero ninguno de ellos «garantiza» la experiencia de Dios, el encuentro con el auténtico rostro de Dios. 

Además, para el cristiano es muy relevante «buscar con otros». «Buscad», no simplemente «busca». Es un rasgo seguro del rostro de Dios su opción y su progresiva revelación por medio de un pueblo, de una comunidad, de una Iglesia. La fe cristiana es comunitaria: nos llega por medio de otros, madura con otros, se mantiene viva compartida con otros. Y también nos ayuda a purificar nuestras obsesiones, limitaciones y bloqueos en esa búsqueda. 

Por otra parte, San Agustín, por propia experiencia, afirma que aun encontrando, no se termina la búsqueda. Porque nosotros cambianos, porque la vida cambia, porque la sociedad cambia. Es el Dios que se esconde para que le sigamos buscando; es el Dios que no nos quiere acomodados. Es el Dios siempre nuevo y sorprendente, distinto al de ayer, porque nuestro hoy y lo que yo soy hoy... no es como ayer. Se oculta para que lo busquemos. La tarea del hombre es buscar y buscar siempre ... Cuando dejamos de buscar... empezamos a morir.

Pero si los caminos de Dios no son nuestros caminos, puede ocurrir que por donde caminamos pretendiendo encontrarlo... no es el mismo camino porque el que anda Dios. Hay estilos de vida, actitudes, costumbres, ideas, ideologías que bloquean, impiden el encuentro con Dios. El individualismo, el egoísmo, la falta de compromiso por construir un mundo más justo, menos contaminado, más fraterno; la superficialidad, la falta de silencio, el no saber valorar y agradecer... Al Dios de Jesús se le encuentra entre los débiles, los pobres, los necesitados, los marginados... y no en lugares (o grupos) cómodos, seguros, protegidos, ala defensiva... Lo diremos mejor con las mismas palabras de San Pablo: «Lo importante es que vosotros llevéis una vida digna del Evangelio de Cristo». 

El contexto de esta frase importa, para comprender su significado. Pablo se encuentra en la cárcel, cansado, le empiezan a pesar los años, y su «cuerpo» le pide ya dejar la tarea apostólica y prepararse para el encuentro definitivo con el Señor. Es lo que más le apetece. Aunque depende en buena medida del juez que lo libere o le condene. Pues bien, en ese contexto no «elige» lo que le pide el cuerpo, sino que Cristo sea glorificado, pase lo que pase. El dilema entre su propio bienestar y el servicio a las comunidades cristianas a las que tiene que seguir educando y acompañando, se resuelve por lo segundo: quedarse con ellos y seguir. «Para mí vivir es Cristo», podríamos traducirlo también: "para mí vivir es entregarme a vosotros como hizo Cristo". Ya se nota que conocía bien a su Señor. Y una vida digna del Evangelio de Cristo es aquella en que nos convertimos en Buena Noticia (Evangelio) con nuestra entrega diaria hasta el final.

La parábola del Evangelio nos aporta algunas luces importantes para conocer y experimentar al Dios que buscamos:

+ Primero: que es más bien el propio Dios quien sale a buscarnos. Quiero contar con nosotros. Me busca él. Y es él quien decide a qué hora me llama.

+ Segundo: nos invita a trabajar en su viña (el mundo, el Reino). Esta viña tiene que ser importante para nosotros. Para aquellos trabajadores de las primeras horas, la viña no importaba nada: les importaba «lo suyo». Y se sentían con más derechos que los demás. 

+ Tercero: conviene ser conscientes de quién nos llama, y procurar sintonizar y vibrar con él, con su sorprendente rostro, con su preocupación de que a nadie le falte lo necesario, aunque haya trabajado poco. Trabajar para quien nos ha invitado a su viña significa dejarse transformar por él, parecerse a él. Siempre me ha estremecido esta oración de Claret: «Guárdame, no sea que anunciando a otros el Evangelio, quede yo excluido del Reino». En otra de sus parábolas Jesús afirma que los trabajadores... acabaron expulsados de su viña. 

Cuando olvidamos todo esto... estamos presentando un falso rostro de Dios. Y se hará expecialmente urgente "salir a buscarlo".

Busquemos. Juntos. Contamos con la ayuda del Espíritu de Dios. Dejemos que Dios nos busque y vayamos a su viña.

Enrique Martínez de la Lama-Noriega, cmf

fuente del comentario CIUDAD REDONDA 

viernes, 18 de septiembre de 2020

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Lucas 8,4-15

 


Evangelio según San Lucas 8,4-15
Como se reunía una gran multitud y acudía a Jesús gente de todas las ciudades, él les dijo, valiéndose de una parábola:

"El sembrador salió a sembrar su semilla. Al sembrar, una parte de la semilla cayó al borde del camino, donde fue pisoteada y se la comieron los pájaros del cielo.

Otra parte cayó sobre las piedras y, al brotar, se secó por falta de humedad.

Otra cayó entre las espinas, y estas, brotando al mismo tiempo, la ahogaron.

Otra parte cayó en tierra fértil, brotó y produjo fruto al ciento por uno". Y una vez que dijo esto, exclamó: "¡El que tenga oídos para oír, que oiga!".

Sus discípulos le preguntaron qué significaba esta parábola,

y Jesús les dijo: "A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino de Dios; a los demás, en cambio, se les habla en parábolas, para que miren sin ver y oigan sin comprender.

La parábola quiere decir esto: La semilla es la Palabra de Dios.

Los que están al borde del camino son los que escuchan, pero luego viene el demonio y arrebata la Palabra de sus corazones, para que no crean y se salven.

Los que están sobre las piedras son los que reciben la Palabra con alegría, apenas la oyen; pero no tienen raíces: creen por un tiempo, y en el momento de la tentación se vuelven atrás.

Lo que cayó entre espinas son los que escuchan, pero con las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, se van dejando ahogar poco a poco, y no llegan a madurar.

Lo que cayó en tierra fértil son los que escuchan la Palabra con un corazón bien dispuesto, la retienen, y dan fruto gracias a su constancia.

 

RESONAR DE LA PALABRA

Queridos amigos:

Parábola del sembrador, tan literariamente bella, tan profunda en su sentido, tan importante como para que sea el mismo Jesús quien la explique a los suyos. Un sentimiento agridulce nos envuelve. Hoy “revive” la Palabra: el sínodo reciente sobre el tema, la pasión frecuente en torno a la Lectio Divina, la presencia de la Biblia en muchos foros. Pero el sabor amargo nos acucia: qué mala prensa tienen nuestras homilías (“no me eches sermones”, igual a “no me aburras”), qué escaso fruto detrás de tantas catequesis o clases de religión. ¿Cuántos leen los documentos de los Obispos?

El mismo Jesús lo clarifica. Dios es el sembrador, la semilla es la palabra y la tierra es el corazón del hombre. Es la palabra que estuvo en el principio de la creación y de la historia, que se reveló en Jesucristo, Verbo de Dios y palabra en el tiempo, que se escucha y ora en la Iglesia, que se siembra a raudales en la tarea misionera. Una nota peculiar de la siembra es la abundancia; cae sobre todos los terrenos, los fecundos y los baldíos, sobre tierra mullida y sobre zarzas. Jesús habló para todos; para los que, fascinados, le escuchaban y para los que no le querían. Luego, ante tan buena siembra, la respuesta del hombre es muy diversa. Es el misterio de la libertad del hombre. Dios solo nos propone sin imponer nada. ¿Por qué unos se abren generosamente a la palabra, mientras otros se cierran en la indiferencia? ¿Por qué?

Pues hay que ser optimistas, según el texto de la parábola. Esta apunta que “la mayor parte” cayó en tierra buena, y dio el treinta, el sesenta y hasta el ciento por uno. Dicen que, aun en las buenas cosechas de entonces, no salía más del siete por ciento. Ojalá este optimismo nos empuje a promover mucho el estudio y la oración de la Palabra. Por otra parte, aun sabiendo que el fruto es don del cielo, sabemos que nosotros somos el cauce por donde discurre la semilla. Nos preguntamos: ¿cómo vivimos nosotros la palabra, antes de comunicarla a los demás? No olvidamos que en nosotros también hay zarzas y pedregales; nuestras perezas, frivolidades, mundanidades, antivalores evangélicos, durezas de corazón, pueden sofocar la semilla. Y, al revés, si nos acompaña la profundidad de vida espiritual, la cosecha estará más segura. Siempre estamos preguntándonos, ¿cómo está nuestro corazón sobre el que se derrama la palabra de Dios? Hagamos como María, la Madre de Jesús, que escuchaba, guardaba y ponía por obra lo que quería su Hijo. Solo así, lograremos que, como en los profetas y apóstoles, arda nuestro corazón de discípulos de Jesús y apóstoles del Evangelio.

CR

fuente del comentario CIUDAD REDONDA 

jueves, 17 de septiembre de 2020

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Lucas 8,1-3


Evangelio según San Lucas 8,1-3
Jesús recorría las ciudades y los pueblos, predicando y anunciando la Buena Noticia del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce

y también algunas mujeres que habían sido curadas de malos espíritus y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios;

Juana, esposa de Cusa, intendente de Herodes, Susana y muchas otras, que los ayudaban con sus bienes.


RESONAR DE LA PALABRA

Queridos amigos:
Muchas mujeres. Comienza el evangelista hablando de “algunas”, y, en seguida, nos advierte de que eran “muchas que le asistían con sus bienes”. Esta escena era, para aquel tiempo y aquella cultura, insólita y llamativa. No cabía en la cabeza de los jefes religiosos. Nosotros nos hemos acostumbrado a encontrarlas, en primera fila, en el Calvario, junto a la Cruz de Jesús, o en la mañana de la resurrección, como pregoneras. Pero, en aquel tiempo, solo podía ser cosa del Maestro de Galilea. Solo él podía romper tantos prejuicios y barreras.

El Evangelio lo dibuja con claridad meridiana. Nos habla del número, nos cita sus nombres -Susana, Juana, María Magdalena-, y nos ofrece informaciones interesantes. Alguna estaba casada (más insólito todavía), otras habían sido sanadas por Jesús, otras “muchas” compartían sus bienes generosamente y -¡lo más importante!- pertenecían a la comunidad de Jesús, junto con los apóstoles. Aquí podemos traer a la memoria y repasar a tantas mujeres que desfilan por las páginas de los Evangelios. Y todas son tratadas con afecto, también las que han sido pecadoras. Es que Jesús es un hombre tan lleno de libertad como vacío de prejuicios y convencionalismos. Acudamos a un solo acontecimiento, el encuentro de Jesús con la mujer samaritana, junto al pozo de Sicar. Sus mismos discípulos se sorprendieron de verlo hablando con una mujer. Y con razón: era mujer, a solas, estaba hablando de religión, la mujer era extranjera y pecadora. ¿Qué más quebrantos podían acontecer? Jesús estaba afirmando con su conducta lo que, más tarde, nos diría el discípulo Pablo. Todos somos iguales en Cristo; iguales judíos y gentiles, iguales hombre y mujer. 

Os invito a alegrarnos todos. Alegrarnos al mirar a estas mujeres acompañando al Maestro. Mujeres misioneras, mujeres en la comunidad de Jesús. Vamos a desnudarnos de prejuicios sexistas, y preocuparnos más del sentido de la mujer en la sociedad y en la Iglesia. Seamos los primeros en horrorizarnos, y luchar contra la violencia de género, contra la disminución de los derechos humanos en ámbito femenino, contra las mutilaciones vergonzosas, contra la muerte violenta de tantas mujeres, aun en países llamados desarrollados, etc. No apliquemos a las mujeres sofismas que se caen; por supuesto que, en la Iglesia, no hay que buscar el poder sino el servicio, pero, ¿no debe aplicarse este criterio evangélico también a los hombres, y no solo cuando se habla de la presencia de la mujer en la Iglesia? Para acallar las voces, quejosas con la escasa presencia de la mujer, se nos llena la boca proclamando que una mujer, María, es la más grande criatura; entonces, ¿por qué albergar reticencias, al situar a la mujer en la Iglesia? (Y, por supuesto, no nos metemos en berenjenales hablando de sacerdocio femenino y asuntos parecidos). Más bien, hacemos memoria de tantas mujeres que han dado a luz, han alumbrado tanta vida en la Iglesia. Las conocidas: mártires, como Cecilia; místicas, como Teresa de Jesús; madres y educadoras como Joaquina Vedruna; mujeres de la caridad, como Luisa de Marillac. Sin olvidar a todas las mujeres anónimas que, en el hogar, en la escuela, en el trabajo, en organizaciones diversas están haciendo brillar un magnífico y fecundo testimonio cristiano. Estas mujeres hacen caso al Papa Francisco que reclama el genio y carisma femenino.

CR

fuente del comentario CIUDAD REDONDA 

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Lucas 7,36-50



Evangelio según San Lucas 7,36-50
Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús entró en la casa y se sentó a la mesa.
Entonces una mujer pecadora que vivía en la ciudad, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de perfume.
Y colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume.
Al ver esto, el fariseo que lo había invitado pensó: "Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!".
Pero Jesús le dijo: "Simón, tengo algo que decirte". "Di, Maestro!", respondió él.
"Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, el otro cincuenta.
Como no tenían con qué pagar, perdonó a ambos la deuda. ¿Cuál de los dos lo amará más?".
Simón contestó: "Pienso que aquel a quien perdonó más". Jesús le dijo: "Has juzgado bien".
Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: "¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos.
Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entré, no cesó de besar mis pies.
Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre mis pies.
Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor".
Después dijo a la mujer: "Tus pecados te son perdonados".
Los invitados pensaron: "¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los pecados?".
Pero Jesús dijo a la mujer: "Tu fe te ha salvado, vete en paz".


RESONAR DE LA PALABRA

Queridos amigos:

Solo la finitud humana puede explicar tanta ceguera. La palabra y el comportamiento de Jesús son claros como el día. El Dios que nos revela Jesús es el Padre de la compasión. El evangelista Lucas ilumina, como ninguno, esta convicción con parábolas, signos y sentencias que salen de la boca de Jesús. En un solo capítulo, el 15, confirman este juicio las parábolas de la oveja perdida, de la moneda perdida y del hijo pródigo. 

Basta con fijarnos en el modo de moverse los personajes en escena. Primero, la mujer pecadora. De improviso, irrumpe e interrumpe a los comensales. Entra decidida, sin mediar palabra, sin rubor, aunque conocida por su mala fama. Se dirige al Maestro, y lo colma de atenciones: se coloca a sus pies, a los que baña con sus lágrimas, los enjuga con su cabellera, los besa y los llena de perfume. Es la mujer agradecida a la bondad de Jesús. En esta pecadora pública sorprendemos a todas las personas excluidas en la vida: leprosos, pecadores, homosexuales, recaudadores, extranjeros. Salta, en seguida, Simón, el fariseo. De entrada, ha tenido el gesto de invitar a Jesús, pero pronto aparece la vena moralista; queda horrorizado de que tal mujer se atreva a tocar a Jesús. ¡Cómo va a ser profeta! Es incapaz de enternecerse y mirar las lágrimas agradecidas; al revés, juzga la conducta de Jesús, le puede la ley, la norma de siempre. Miremos, pues, a Jesús. Empezó aceptando la invitación “del enemigo”, y ahora no siente escrúpulo de que una pecadora le abrace. Ve el corazón, y el amor y gratitud que atesora. Es el profeta de la compasión, sencillamente la ama, la perdona, admira sus gestos.

Jesús siempre está a punto para el perdón. Un perdón sin condiciones. Solo nos queda abrirnos a su amor, y experimentar su clemencia. Para ello, como la mujer pecadora, hemos de sentirnos necesitados de la misericordia de Dios. El fariseo soberbio de la parábola bajó del templo no reconciliado. Si, como Simón, nos creemos dueños de la verdad y, en actitud moralista, juzgamos y condenamos a los otros, ¿cómo vamos a estar dispuestos al perdón? Escuchemos a Jesús que nos dice “Vete en paz”. Esta paz es fruto del encuentro con Jesús. El amor de Dios borra y purifica todo lo malo que pueda socavar la bondad en nosotros. Si así lo sentimos, miraremos a los demás con los ojos de Jesús, incluso a los pecadores. Y nos sorprenderemos de cuantas cosas buenas habitan en el corazón de la gente; como la gratitud de la mujer pecadora. Todos caben en la Iglesia; a nadie vamos a apartar o excluir. No hagamos caso a esos que gritan en el anonimato de Internet: “Que se vayan”, “Que los echen de la Iglesia”. De hecho, Jesús comenzó citando al Levítico: “Sed santos como yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo” y remató su discurso proclamando: “Sed compasivos. Como vuestro Dios es compasivo”.

CR

fuente del comentario CIUDAD REDONDA