jueves, 6 de junio de 2019

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Juan 17,11b-19

Evangelio según San Juan 17,11b-19.
Jesús levantó los ojos al cielo, y oró diciendo: 
"Padre santo, cuida en tu Nombre a aquellos que me diste, para que sean uno, como nosotros.
Mientras estaba con ellos, cuidaba en tu Nombre a los que me diste; yo los protegía y no se perdió ninguno de ellos, excepto el que debía perderse, para que se cumpliera la Escritura.
Pero ahora voy a ti, y digo esto estando en el mundo, para que mi gozo sea el de ellos y su gozo sea perfecto.
Yo les comuniqué tu palabra, y el mundo los odió porque ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno.
Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad.
Así como tú me enviaste al mundo, yo también los envío al mundo.
Por ellos me consagro, para que también ellos sean consagrados en la verdad."

RESONAR DE LA PALABRA

Queridos amigos, paz y bien.

Hace años, lo que más me llamaba la atención de este Evangelio eran las palabras de Jesús sobre que no se perdiera ninguno de los que el Padre le había dado. Lo veía como la señal de que para Jesús todos y cada uno de nosotros somos importantes. No somos solo un número en una lista o en un registro. Dios nos conoce a cada uno, nos ama y se preocupa por nosotros.

Y al leer la primera lectura, se ha concretado algo de lo que podemos intuir en el Evangelio: tenemos que sentirnos responsables de los demás. En lo relativo a los hermanos de comunidad, no podemos decir que “no es asunto mío”. Tiene su lógica, si estamos intentando seguir a Cristo, y Él se preocupaba por todos, pero, especialmente, por la oveja perdida.

En nuestro mundo hay muchos, muchos lobos, que nos acechan por todas partes. Es muy fácil relajarse, dejarse llevar, empezar a dejar las cosas que nos ayudan y caer en las garras de lo que el mundo considera normal. Y dejo de ir a Misa el domingo, porque estoy cansado. Y dejo de rezar, porque no tengo tiempo. Y dejo de frecuentar el sacramento de la Penitencia, porque no cambia nada, o porque me da vergüenza…

Y los lobos del mundo nos rodean, y nos dejamos llevar. Y se me olvida que Dios me ama, y se preocupa por mí, y no descansará (y no descansaré) hasta que vuelva. Y ahí entramos los demás, los hermanos, lo amigos, los familiares, los conocidos. Llamando a los que hace mucho que no vienen, preguntando al sacerdote por ese parroquiano que no vemos desde hace tiempo, intentando ayudar si hace falta…

De esta manera, podremos sentir que por todos nosotros corre la savia de Cristo, que nos ayuda a dar fruto. Y así podremos aguantar juntos, al lado de Jesús, a los lobos que intentan mordernos y separarnos del rebaño. En la historia de la Iglesia hay ejemplos de gente que han intentado vivir así. Hoy se celebra a san Bonifacio. Puedes leer algo de su vida pinchando aquí. Un grandísimo testigo de la fe, en Alemania, sobre todo. Un pastor, preocupado por sus ovejas. Un ejemplo para todos.

Nuestro hermano en la fe, 
Alejandro, C.M.F.

fuente del comentario CIUDAD REDONDA

miércoles, 5 de junio de 2019

Meditación: Juan 17, 11-19

Meditación: Juan 17, 11-19

Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado.
Juan 17, 11

Por lo general pensamos que Dios no vive en este mundo. Sabemos que él lo creó, sopló el aliento de vida en todo lo que vive, y envió a su Hijo Jesús al mundo, quien demostró tener poder sobre todas las fuerzas de la naturaleza, para calmar las tormentas, curar a los enfermos, resucitar a los muertos y multiplicar los panes y los peces. También sabemos que ni siquiera la muerte tenía poder sobre él. Después de morir, simplemente resucitó y luego salió de este mundo ascendiendo al cielo, de donde había venido.

Entonces, si Jesús no está en este mundo, ¿dónde estamos nosotros? ¿Somos meras criaturas que vivimos encadenadas por las limitaciones de este mundo pecador sin posibilidad de liberación? ¡No! Dos veces en el Evangelio de hoy, Jesús le dice al Padre: “Así como yo no soy del mundo, ellos tampoco son del mundo” (Juan 17, 14. 16). ¡Qué declaración tan asombrosa! Aun cuando todavía vivamos físicamente en este mundo, también somos espiritualmente uno con Cristo.

¡Piénsalo! La vida que ahora tenemos, la vivimos por la fe en Cristo, que murió por nosotros (v. Gálatas 2, 20). Esta fe es la convicción de que nuestra antigua identidad realmente murió en la cruz; es la fe de que podemos tener una vida nueva y que Aquel que comenzó a hacer su buena obra en nosotros, la llevará a buen fin (v. Filipenses 1, 6). Esta es la fe de que nunca nos faltará la sabiduría, la fuerza ni los recursos que necesitamos para vivir unidos a Cristo; la fe de que el amor del Padre siempre estará disponible para llenarnos hasta rebosar, como lo hizo en la vida de Jesús.

¡Claro, hermano, tú tampoco perteneces a este mundo porque estás unido a Cristo! Aunque no puedas evitar los males que son tan comunes en esta vida, tú puedes rechazarlos y no ceder a sus atractivos. Tú puedes reconocer y rechazar el afán de buscar riquezas y bienes; puedes librarte del mal carácter, del afán de venganza y de los deseos impuros; y puedes controlarte en el comer y el beber. ¿Por qué? Porque le perteneces a Dios. Declara esta verdad hoy en voz alta, y aprovecha todas las oportunidades que tu Dueño te presente para practicar tu vida nueva. ¡Recuerda que le perteneces a Jesús!
“Gracias, Señor, por rescatarme de este mundo pecador. Enséñame a vivir desde hoy como ciudadano de cielo.”
Hechos 20, 28-38
Salmo 68 (67), 29-30. 33-36

Meditación: Juan 17, 11-19

Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado.
Juan 17, 11

Por lo general pensamos que Dios no vive en este mundo. Sabemos que él lo creó, sopló el aliento de vida en todo lo que vive, y envió a su Hijo Jesús al mundo, quien demostró tener poder sobre todas las fuerzas de la naturaleza, para calmar las tormentas, curar a los enfermos, resucitar a los muertos y multiplicar los panes y los peces. También sabemos que ni siquiera la muerte tenía poder sobre él. Después de morir, simplemente resucitó y luego salió de este mundo ascendiendo al cielo, de donde había venido.

Entonces, si Jesús no está en este mundo, ¿dónde estamos nosotros? ¿Somos meras criaturas que vivimos encadenadas por las limitaciones de este mundo pecador sin posibilidad de liberación? ¡No! Dos veces en el Evangelio de hoy, Jesús le dice al Padre: “Así como yo no soy del mundo, ellos tampoco son del mundo” (Juan 17, 14. 16). ¡Qué declaración tan asombrosa! Aun cuando todavía vivamos físicamente en este mundo, también somos espiritualmente uno con Cristo.

¡Piénsalo! La vida que ahora tenemos, la vivimos por la fe en Cristo, que murió por nosotros (v. Gálatas 2, 20). Esta fe es la convicción de que nuestra antigua identidad realmente murió en la cruz; es la fe de que podemos tener una vida nueva y que Aquel que comenzó a hacer su buena obra en nosotros, la llevará a buen fin (v. Filipenses 1, 6). Esta es la fe de que nunca nos faltará la sabiduría, la fuerza ni los recursos que necesitamos para vivir unidos a Cristo; la fe de que el amor del Padre siempre estará disponible para llenarnos hasta rebosar, como lo hizo en la vida de Jesús.

¡Claro, hermano, tú tampoco perteneces a este mundo porque estás unido a Cristo! Aunque no puedas evitar los males que son tan comunes en esta vida, tú puedes rechazarlos y no ceder a sus atractivos. Tú puedes reconocer y rechazar el afán de buscar riquezas y bienes; puedes librarte del mal carácter, del afán de venganza y de los deseos impuros; y puedes controlarte en el comer y el beber. ¿Por qué? Porque le perteneces a Dios. Declara esta verdad hoy en voz alta, y aprovecha todas las oportunidades que tu Dueño te presente para practicar tu vida nueva. ¡Recuerda que le perteneces a Jesús!
“Gracias, Señor, por rescatarme de este mundo pecador. Enséñame a vivir desde hoy como ciudadano de cielo.”
Hechos 20, 28-38
Salmo 68 (67), 29-30. 33-36

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Juan 17,11b-19

Evangelio según San Juan 17,11b-19.
Jesús levantó los ojos al cielo, y oró diciendo: 
"Padre santo, cuida en tu Nombre a aquellos que me diste, para que sean uno, como nosotros.
Mientras estaba con ellos, cuidaba en tu Nombre a los que me diste; yo los protegía y no se perdió ninguno de ellos, excepto el que debía perderse, para que se cumpliera la Escritura.
Pero ahora voy a ti, y digo esto estando en el mundo, para que mi gozo sea el de ellos y su gozo sea perfecto.
Yo les comuniqué tu palabra, y el mundo los odió porque ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno.
Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad.
Así como tú me enviaste al mundo, yo también los envío al mundo.
Por ellos me consagro, para que también ellos sean consagrados en la verdad."

RESONAR DE LA PALABRA

Queridos amigos, paz y bien.

Hace años, lo que más me llamaba la atención de este Evangelio eran las palabras de Jesús sobre que no se perdiera ninguno de los que el Padre le había dado. Lo veía como la señal de que para Jesús todos y cada uno de nosotros somos importantes. No somos solo un número en una lista o en un registro. Dios nos conoce a cada uno, nos ama y se preocupa por nosotros.

Y al leer la primera lectura, se ha concretado algo de lo que podemos intuir en el Evangelio: tenemos que sentirnos responsables de los demás. En lo relativo a los hermanos de comunidad, no podemos decir que “no es asunto mío”. Tiene su lógica, si estamos intentando seguir a Cristo, y Él se preocupaba por todos, pero, especialmente, por la oveja perdida.

En nuestro mundo hay muchos, muchos lobos, que nos acechan por todas partes. Es muy fácil relajarse, dejarse llevar, empezar a dejar las cosas que nos ayudan y caer en las garras de lo que el mundo considera normal. Y dejo de ir a Misa el domingo, porque estoy cansado. Y dejo de rezar, porque no tengo tiempo. Y dejo de frecuentar el sacramento de la Penitencia, porque no cambia nada, o porque me da vergüenza…

Y los lobos del mundo nos rodean, y nos dejamos llevar. Y se me olvida que Dios me ama, y se preocupa por mí, y no descansará (y no descansaré) hasta que vuelva. Y ahí entramos los demás, los hermanos, lo amigos, los familiares, los conocidos. Llamando a los que hace mucho que no vienen, preguntando al sacerdote por ese parroquiano que no vemos desde hace tiempo, intentando ayudar si hace falta…

De esta manera, podremos sentir que por todos nosotros corre la savia de Cristo, que nos ayuda a dar fruto. Y así podremos aguantar juntos, al lado de Jesús, a los lobos que intentan mordernos y separarnos del rebaño. En la historia de la Iglesia hay ejemplos de gente que han intentado vivir así. Hoy se celebra a san Bonifacio. Puedes leer algo de su vida pinchando aquí. Un grandísimo testigo de la fe, en Alemania, sobre todo. Un pastor, preocupado por sus ovejas. Un ejemplo para todos.

Nuestro hermano en la fe, 
Alejandro, C.M.F.
fuente del comentario CIUDAD REDONDA

martes, 4 de junio de 2019

Meditación: Juan 17, 1-11

Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo. 
Juan 17, 1)

Antes de su pasión y muerte, el Señor elevó una plegaria final a su Padre, que leemos en el capítulo 17 del Evangelio de San Juan. En ella, intercedió por todos los creyentes, tanto los de esa época como los del futuro. ¡Qué privilegio es leer estas palabras hoy, dos mil años después, y saber que Jesús pensaba también en nosotros cuando las pronunció! Además, si meditamos en esta oración llegaremos a entender mejor cómo oraba Cristo y cómo era su comunión con el Padre.

Jesús declaró que había llevado a cabo la obra que el Padre le había encomendado, y que había dado a conocer el nombre y el carácter de Dios a los hombres a quienes había sido enviado: “Ahora conocen que todo lo que me has dado viene de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste” (Juan 17, 7-8). Lo que Cristo hizo en la tierra fue manifestar el carácter de su Padre a sus discípulos y a todos los creyentes que vendrían más tarde.

En los cuatro evangelios leemos constantemente que Jesús hablaba de su Padre. Por lo que decía Cristo llegamos a saber que el Padre es todo amor y misericordia y que nos recibe como el padre al hijo pródigo. Jesús dijo: “La vida eterna consiste en que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado” (Juan 17, 3). En efecto, en esos últimos momentos que pasaba en la tierra, su más sentido anhelo era que los creyentes llegáramos a conocer a nuestro Padre celestial.

¡Tan intenso es el deseo de Dios de que lo conozcamos íntimamente que envió a su propio Hijo a hacerse uno de nosotros! Por lo que Jesús dijo sabemos que el Padre es totalmente digno de confianza, que siempre está dispuesto a ayudarnos; siempre listo a volver a recibirnos, aunque lo hayamos ofendido repetidamente. Él nos da su paz, nos sana y nos llama para que lo sigamos. A pesar de que es infinitamente superior a nosotros, nos invita a entrar en su corazón, ¡porque nos ama con amor eterno! Lo que más desea es que nuestras almas vuelvan a reunirse con él. Hermano, pídele a Jesucristo que sea tu Señor y Salvador y así te salvarás tú y tal vez puedas llevar a tus seres queridos al Señor también.
“Gracias, Cristo Jesús, por revelarnos a tu Padre. Sin ti, estaríamos irremediablemente perdidos y privados de toda esperanza. Ayúdanos a dar a conocer al Padre a todas las personas que veamos hoy día.”
Hechos 20, 17-27
Salmo 68 (67), 10-11. 20-21

lunes, 3 de junio de 2019

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Juan 17,1-11a

Evangelio según San Juan 17,1-11a.

Jesús levantó los ojos al cielo, diciendo: 
"Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique a ti,
ya que le diste autoridad sobre todos los hombres, para que él diera Vida eterna a todos los que tú les has dado.
Esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo.
Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste.
Ahora, Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía contigo antes que el mundo existiera.
Manifesté tu Nombre a los que separaste del mundo para confiármelos. Eran tuyos y me los diste, y ellos fueron fieles a tu palabra.
Ahora saben que todo lo que me has dado viene de ti,
porque les comuniqué las palabras que tú me diste: ellos han reconocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me enviaste.
Yo ruego por ellos: no ruego por el mundo, sino por los que me diste, porque son tuyos.
Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío, y en ellos he sido glorificado.
Ya no estoy más en el mundo, pero ellos están en él; y yo vuelvo a ti."

RESONAR DE LA PALABRA

Queridos amigos, paz y bien.

La larga despedida de Jesús continúa. A lo largo de los últimos días, hemos ido viendo cómo Jesús, a la vez que se define a sí mismo, concreta su relación con el Padre, y prepara el camino a sus discípulos, subrayando la continuidad que hay entre Él y la Iglesia que comienza sus andanzas.

Se despide el Maestro, y se despide el discípulo. Pablo muestra su confianza en el futuro, a pesar de que sabe que no será fácil. No sé lo que me espera allí, sólo sé que el Espíritu Santo, de ciudad en ciudad, me asegura que me aguardan cárceles y luchas. Parece que la vida del apóstol del primer siglo y la de la Iglesia del siglo XXI no han cambiado tanto.

La mayoría de nosotros vivimos en países donde hay libertad religiosa, pero no todos pueden decir lo mismo. Hay muchos cristianos perseguidos. Y muchos han sido testigos de su fe, hasta la muerte. Por no callarse nada. Por anunciar enteramente el plan de salvación de Dios para el mundo. Un proyecto de amor, de justicia, de solidaridad… Esas cosas que no a todos les vienen bien, con las que algunos no están de acuerdo. Pero que es lo que de verdad importa.

¿Qué es lo que de verdad nos importa? ¿Qué es lo que de verdad me importa? Porque, para ser testigo, hasta el final, hay que poder ser capaz de perder la vida por el Reino. Y eso no se improvisa. Pinchando aquí puedes ver el camino de muchos mártires claretianos. Todos prefirieron a Cristo antes que su vida. Y Cristo rogó al padre por ellos, porque eran de los suyos. Y todos supieron que lo verdaderamente importante es el seguimiento de Cristo. Antes que conservar la vida. A mí eso me interpela. Reviso mi vida, y veo lo mucho que tengo que mejorar. Y me entra algo de agobio.

El salmo de hoy nos ayuda a rezar en los momentos difíciles. Bendito el Señor cada día, Dios lleva nuestras cargas, es nuestra salvación. Nuestro Dios es un Dios que salva, el Señor Dios nos hace escapar de la muerte. Repítelo muchas veces, si te sientes cansado, agobiado, preocupado. Que es una buena ayuda. Para dejar de sentirte agobiado.

Nuestro hermano en la fe,
Alejandro, C.M.F.
fuente del comentario CIUDAD REDONDA

Meditación: Juan 16, 29-33

Meditación: Juan 16, 29-33

Tengan valor: yo he vencido al mundo.
Juan 16, 33

Carlos Lwanga (1861-1886) catequista católico de Uganda, bautizado en 1884 por San José Mukasa, comenzó a trabajar a los 20 años en la corte del rey Mwanga y por su inteligencia y porte atlético fue nombrado jefe de los pajes del rey. Consciente de que el monarca tenía el vicio de la homosexualidad, Carlos mantenía lejos de aquél a todos los pajes, lo cual disgustó al rey en gran manera.

Viendo que aumentaban los cristianos en su reino, el rey Mwanga comenzó una severa persecución para que los recién convertidos por los “padres blancos” (misioneros europeos), abandonaran su fe, y ejecutó a muchos anglicanos y católicos entre 1885 y 1887.

Los misioneros habían llegado a Uganda hacia 1880, y desde un principio censuraron el comercio de esclavos que se practicaba en el país, razón por la cual fueron expulsados en 1882, dejando una comunidad cristiana nativa totalmente desamparada.

Después de la masacre de cristianos perpetrada en 1885, el padre José Mukasa, residente en la corte, reprochó al rey por esta acción, por lo que éste lo mandó decapitar y luego encarcelar a todos sus seguidores. El joven Carlos Lwanga asumió la misión del padre Mukasa y bautizó en la cárcel a los catecúmenos Kizito, Gyavira, Mugaga y Mbaga Tuzinde el 26 de mayo de 1886.

Los 26 mártires de Uganda, con Carlos Lwanga a la cabeza, fueron canonizados por el Papa San Pablo VI, que en la liturgia de canonización expresó: “¿Quién podía prever que, a las grandes figuras históricas de los santos mártires y confesores africanos, como Cipriano, Felicidad y Perpetua y el gran Agustín, habríamos de asociar un día los nombres queridos de Carlos Lwanga y de Matías Mulumba Kalemba, con sus veinte compañeros? Y no queremos olvidar tampoco a aquellos otros que, perteneciendo a la confesión anglicana, afrontaron la muerte por el nombre de Cristo. Estos mártires africanos abren una nueva época, quiera Dios que no sea de persecuciones y de luchas religiosas, sino de regeneración cristiana y civil.”

En realidad, la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos, ya que hoy día hay en Uganda más de 13 millones de católicos.
“Señor, Dios nuestro, concédenos que el campo de tu Iglesia, fecundado por la sangre de San Carlos Lwanga y sus compañeros, siga produciendo una abundante cosecha de cristianos.”
Hechos 19, 1-8
Salmo 68 (67), 2-7

fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros