Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén
y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas.
Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas
y dijo a los vendedores de palomas: "Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio".
Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá.
Entonces los judíos le preguntaron: "¿Qué signo nos das para obrar así?".
Jesús les respondió: "Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar".
Los judíos le dijeron: "Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?".
Pero él se refería al templo de su cuerpo.
Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado.
Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su Nombre al ver los signos que realizaba.
Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos
y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: él sabía lo que hay en el interior del hombre.
Muchos creyeron en su nombre
Queridos hermanos, paz y bien.
Hemos dejado atrás el desierto (las tentaciones, primera semana de Cuaresma) y la montaña (la Transfiguración, segunda semana de Cuaresma). La Liturgia nos pone en suerte hoy los Mandamientos, que, seguramente, conocemos desde pequeñitos. Acostumbrados a estudiarlos de corrido, quizá nos hayamos acostumbrado a tenerlos de fondo, como algo que está bien, pero que no nos afecta demasiado. Total, ni robo, ni mato, ni “nada de nada”, como dicen algunos al confesarse.
Se nos olvida que los Mandamientos hay que entenderlos desde su origen: el recuerdo de la esclavitud en Egipto, la liberación y el deseo de vivir según unas normas que permitan constituir una sociedad distinta a la egipcia. Sin faraón, y con Dios. Sin esclavitud, y con libertad. Sin desigualdades, y con igualdad. Sin muerte, y con vida. La sociedad, el mundo que Dios quiere para todos. No es ya un catálogo de pecados graves a evitar, como piensan muchos.
En realidad, los Mandamientos, aunque algunos opinen de otra manera, siguen estando vigentes. Todos. Jesús, lejos de derogarlos, viene a darles sentido y plenitud. Son una muy buena forma de contrastar nuestro estilo de vida con lo que Dios quiere de nosotros. Los diez. Aquí no hay posibilidad de ir eligiendo, como si del menú de un restaurante se tratara. Éste me gusta, éste no tanto… Todos afectan a todos. Desde el Papa hasta la última de las abuelitas en una parroquia perdida en el fin del mundo.
Esta primera lectura nos recuerda que para Israel sólo debía haber un Dios. Esas palabras del Señor a su pueblo nos las dice hoy también a cada uno de nosotros. Los “diosecillos” que el mundo nos puede ofrecer no pueden ser los que dirijan nuestra vida. Es verdad que parecen muy atractivos, pero ni el dinero ni el placer ni el poder traen la verdadera felicidad. El Dios único, que se manifestó en la persona de Jesucristo, es el que debe dirigir nuestro existir, configurar nuestros valores, dar sentido a nuestra vida. Ésta es la verdadera y eterna alianza que Dios ha hecho con nosotros, sellada con la sangre de su Hijo, para que seamos fieles hasta el final.
Sabemos que Jesús resumió los Diez Mandamientos en dos, amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo (Mt 22, 33-34.) Quizá por eso sería bueno, antes de aprender – o enseñar – de memoria el Decálogo, aprender a sentir el amor de Dios, hablar de ello y predicarlo más a menudo. Amar, parece, es el resumen de los Mandamientos. Y ese amor nos obliga a abrir nuestra mente, para poder, incluso, amar a los enemigos. Y a perdonar sin límites. Y a compartir nuestro tiempo y nuestros bienes con los hermanos. Incluso, a morir por ellos. De esto no se dice nada expresamente en los Diez Mandamientos, pero es la consecuencia de la ley del Amor, con mayúscula. Si debemos tener un corazón lleno de amor, como el Padre, y si debemos darnos en todo momento, ¿quién va a querer robar, engañar, matar, convertirse en adúltero…? Todo eso va en contra de la Ley del Amor.
Hace muchos años, en un retiro en el monasterio de Santa María, en Buenafuente del Sistal, (Guadalajara, España) el padre Ángel Moreno, capellán del monasterio, me regaló una estampita con el Cristo que preside el presbiterio y una dedicatoria que decía: “El Crucificado es el icono del amor de Dios”. Es lo que nos recuerda hoy san Pablo en la segunda lectura. La cruz no es ya un únicamente un símbolo de muerte, sino el signo del amor que va más allá de la muerte. Mirando la cruz, se ve el amor que Dios nos tiene.
Este misterio de amor no era ni es evidente para todos. Algunos judíos no veían más allá del escándalo de la muerte en cruz, reservada a los bandidos y maleantes. Los griegos, más racionales, no podían entender la muerte del Hijo de Dios para salvar a todos los hombres. E incluso para algunos cristianos existe todavía la tentación de querer explicar con argumentos lo que sólo se puede explicar desde la fe y el amor. A nadie le gusta la cruz, pero fue necesaria para llegar a la luz de la resurrección. Hay mucho que meditar en este misterio de amor.
En el Evangelio, se reflexiona sobre el templo de Jerusalén, durante la Pascua. Seguramente, era la época del año donde todo el mundo “hacía el agosto”, con la gran cantidad de sacrificios, cambios de monedas y visitantes necesitados de alojamiento que llenaban la ciudad. Ante el volumen de negocio, parece que no había nada sagrado. Ni en el interior ni el exterior del templo.
Mientras que para los judíos no pasaba nada, Jesús reacciona de forma poco pacífica. Los discípulos vieron que el celo por la casa de Dios devoraba a Cristo. Él hizo una limpieza en profundidad (los cuatro evangelistas lo recogen, debió de ser algo notable), corrigió todos los excesos, expulsando a los mercaderes a golpes, incluso a los animales y aprovechó para hablar del nuevo templo de su cuerpo. El espacio físico del templo, que era considerado como la garantía de la cercanía de Dios con su pueblo, ya no será más necesario. Se acaba con la necesidad de peregrinar a la ciudad santa para ser un buen judío. El encuentro de Dios con cada uno de nosotros ya no sucederá en un lugar determinado, sino en el nuevo templo del cuerpo de Cristo Resucitado. Ese Jesús que, tras su muerte, resucitará y al que debemos adorar en espíritu y verdad. Que está siempre con nosotros, donde dos o más se reúnen en su nombre (Mt 18, 20).
Si nos podemos encontrar con Cristo en cualquier parte, ¿para qué necesitamos las iglesias, entonces? Pues, por ejemplo, para encontrarnos con la comunidad, cada domingo, cada vez que nos juntamos para la Misa. Para tener un sitio tranquilo donde rezar, celebrar los sacramentos y recordar lo que Dios ha hecho por nosotros. Un lugar especial de referencia para todos.
Muchos creyeron en Él. Nosotros, también. Pero no todos creyeron por los motivos correctos. Algunos, al ver los milagros que hacía, no prestaron atención a nada más. Les bastaba el poder comer de esos panes y de esos peces “milagrosos”. Cuando llegó el momento de la verdad, el de subir a Jerusalén, lo abandonaron. Nosotros también nos llamamos cristianos, seguidores de Cristo. ¿Prestamos atención a su mensaje, o nos quedamos en lo externo? ¿Le seguimos porque nos relaja, o es simplemente una costumbre, o tenemos miedo de que nos pase algo, si no “vamos a misa”? La fe adulta no precisa de signos, amenazas o supersticiones. Al adulto en la fe le vale la Palabra de Jesús, y eso debe llevarle a vivirla con intensidad en el mundo y a anunciarla en medio de los hermanos.
Jesús nos conoce mejor que nosotros mismos. Es un gran privilegio, porque además nos quiere como somos, y espera que seamos mejores. Nuestro corazón es su casa. Podríamos hoy pedir al Señor que purifique nuestras motivaciones para seguir a Jesús. Que no llenemos nuestra casa con imágenes que no representan a Cristo. Que seamos capaces de dar menos importancia a todo aquello que no permite el crecimiento del Reino. Que nos podamos liberar de los ídolos que nos frenan, sean personas, cosas o afectos desordenados, de forma que podamos vivir más como Dios quiere, con más tiempo para el encuentro con Cristo, y menos excusas para no hacer lo que Él nos pide.
Nuestro hermano en la fe,
Alejandro, C.M.F.
fuente del comentario CIUDAD REDONDA